Por Carlos LM

Twitter: @Bigmaud

 

     Por aquellos días había una feria del libro en la ciudad. Yo no quise asistir, aunque me gustara leer. El ambiente literario casi siempre me produce arcadas, en especial por esos exhibicionistas que van a esa clase de eventos para mostrar lo mucho que leen. No digo que todos, como suele pasar, habrán excepciones. Una entre cien o entre mil. Personas honestas, no de esos que solo consiguen libros cuando tienen una serie de puestos interponiéndose entre ellos en medio del camino.

     Gracias al cartel del evento, supe que se presentaría una escritora que me gustaba: Lidia Amberes. Uno de los primeros libros que leí, cuando tenía once años, fue uno de los suyos: Amarillo en las flores. Con ese bastó para que me enganchara a ella, que, por otra parte, tampoco es que fuera muy prolífica. Desde ese entonces, aparte de un libro de poemas, sacó apenas un par de novelitas de no más de doscientas páginas. Una de ellas, Las raíces, fue vapuleada por la crítica. Debo decir que a mí me gustó. La protagonista de la historia, llamada Elena, era una belleza. Creo que la atracción era provocada por su vulnerabilidad. Se trataba de una pobre muchacha que tenía que vivir con un tío malhumorado que la metía a trabajar en un centro de lavado para poder compensar sus gastos. Al principio ella intentaba combinar la escuela con el trabajo, pero a las pocas semanas debía conformarse con lo segundo, limpiar ropa jamás se pondría. La carga era excesiva y no era capaz de aguantar el cansancio de dos responsabilidades. Debo señalar que jamás he pasado una situación similar. Soy de una familia que, en cuestiones económicas, podría decirse que vive dentro de la comodidad. Aun así fue inevitable que, además de la atracción, sintiera cierta identificación con ella. Era por cuestiones bastante íntimas y sutiles porque, por lo demás, lo más evidente, existían diferencias significativas. Yo era (como soy ahora) un varón sin familiares abusivos ni problemas alimenticios. Las afinidades personales tampoco eran cercanas. A Elena le gustaba comer tostadas con crema. Yo en cambio aborrezco la crema. Una de sus aficiones era cantar frente al espejo y yo nunca lo he hecho porque odio cantar más de lo que odio mi voz. Pienso que los gustos de Elena estaban condicionados por las circunstancias. Que muchas veces nuestras aficiones están determinadas por aquello que entra dentro de nuestras posibilidades y que posiblemente si yo hubiera llevado su vida, también me encantaría comer tostadas con crema. Y acaso, si no tuviera dónde reproducir los discos de Bill Evans, terminaría por recurrir a la única salvación que supone el canto propio.

     Era el penúltimo día de la feria del libro. Como he dicho, no estaba interesado en ir a ninguna de las actividades marcadas en el calendario. Lo que sí es que, como era sábado, no pude evadir la costumbre de ir a caminar a las calles del centro e ir a comer a un pequeño establecimiento llamado Capas donde siempre me he sentido tranquilo. Algunos dicen que es un lugar en decadencia, aunque a mí me parece que siguen manteniéndose bien a pesar de tener ya casi treinta años en marcha. Pocos lugares logran sostenerse tanto tiempo en un mercado tan inclemente como el tenemos. Creo que la clave está en sus precios y en una comida que tira de aceptable a decente dependiendo de lo que elijas. Yo, cuando voy, pido casi siempre lo mismo: el sándwich de tres quesos. Es una apuesta segura. Hay otros platillos en el menú, pero no me siento con la disposición de experimentar con una sopa de fideo o un plato de carne con papas. A fin de cuentas funciona, con eso y varias tazas de café tengo para pasar ahí cuando menos tres horas. Gracias a que conozco a los meseros, sé dónde sentarme para ser atendido por Juan Carlos, un señor que ya sabe cuándo acercarse a la mesa y cuándo no. Sabe que, si estoy leyendo, debe evitar interrumpirme, así vea que tengo la taza vacía o haya derramado un bote de cátsup sobre la mesa. Nuestra relación está perfectamente coordinada. Al no ser un lugar con excesiva clientela, él puede prestar atención a esps descansos que tengo cada dos o tres capítulos del libro en cuestión. Es entonces cuando se acerca a preguntar si quiero más café. Le digo que sí. Él ya sabe que debe ser mitad normal y mitad descafeinado. A continuación, se va. Una excelente persona, si me lo preguntan. Y ni siquiera se debe a que le dé fastuosas propinas.

     La cuestión es que, cuando estaba a un par de calles del restaurante, vi sentada sobre una banca a Lidia Amberes. Estaba fumando a solas con unos lentes obscuros enormes que tapaban la mitad de su cara. Su ropa no alcanzaba a verse del todo porque estaba cubriéndose con una especie de túnica dorada que se esforzaba en acomodar. Apenas se le caía un centímetro, ella volvía a ponerla en su sitio original. Quienes pasaban a su lado no podían evitar mirarla. No tanto porque conocieran sus libros, más bien era porque de inmediato se daban cuenta de que era alguien fuera de lugar. Era probable que, salvo por algún dictador de medio oriente, nadie en el mundo vistiera como ella. Y con todo, pese a esa extravagancia, se las arreglaba para tener una clase que la ponía en un pedestal aun cuando estuviera pisando el mismo suelo que los demás. Lidia Amberes ya estaba cercana a cumplir sesenta años. Eso no impedía que siguiera siendo una mujer bastante guapa. Yo siempre me pregunté por qué nunca se había casado. Era seguro que propuestas no pudieron haberle faltado. Incluso para alguien de mi juventud, su belleza era arrebatadora. Su cabello rubio hasta los hombros era coronado por una pequeña franja de canas que no muchos notaban. Viéndola en persona, no pude evitar pensar que era la versión adulta de Elena, el personaje de Las raíces. Me consolaba que la triste historia de esa pobre muchacha culminara en una señora adinerada que se dedicaba a escribir novelas de éxito. Soy alguien a quien se le dificulta disociar a las creaciones artísticas de sus autores. Acostumbro a buscar paralelismos entre ambos lados y sé que incluso en los personajes más alejados (aquellos, por ejemplo, inspirados en una prostituta que conocieron en un viaje a Egipto) hay un resquicio donde alcanzan a asomarse rasgos indicativos de una personalidad expansiva.

     En mi mochila llevaba algunos libros. Lamenté que ninguno de ellos fuera de Lidia. Ante mí estaba la mayor oportunidad para que me dedicara un autógrafo sin tener que traicionar mis principios al recurrir a la feria del libro. Una opción era correr hasta una librería que estaba a unas pocas cuadras. Ahí podría encontrar algo de ella. Cada año, cuando se acercan esas fechas, las vitrinas de las librerías locales se inundan con las obras completas de los autores que visitan la ciudad para presentar su material. Descarté hacerlo porque conozco mi suerte muy bien. Era un hecho que, en cuanto regresara, ella ya no estaría y lo único que tendría para consolarme sería con un libro idéntico al que ya descansaba en el librero de mi casa.

     Saqué mi libreta. Si yo fuera alguien famoso, odiaría dar autógrafos en libretas o servilletas. Pensaría que las personas que entregan ese tipo de superficie para firmar no son verdaderos admiradores, sino perdedores casuales que piden la firma por pasar el rato. Una de mis exigencias, en dado caso, sería el autografiar exclusivamente ediciones especiales de mis libros o discos, dependiendo de a qué derrotero artístico e intelectual llevara mi talento en germinación.

     Así que, para no pasar por un cualquiera, con libreta en mano me acerqué a ella y empecé a dar un discurso.

     —Buenas tardes —dije—. Tengo todos sus libros. Estoy enamorado de sus personajes. Es usted una gran artista capaz de poner emociones en historias que producen sensaciones aún mayores en quienes las leen. Usted es mi más grande inspiración. Considero que debería tener un éxito todavía más grande. No debería estar en un sitio como este, debería estar en París, bebiendo a lado de la tumba de Gainsbourg luego de recitar algunos poemas en un cabaret donde solo pueden entrar ocho personas. Dios la bendiga, señora Lidia. Usted cambió por entero mis días. Sus letras fueron un consuelo, una caricia, un despertar, una almohada. Lo fueron todo para mí, un incipiente escritor consciente de que jamás alcanzará las cotas artísticas de su mayor heroína. Por favor, déjeme tocar sus manos para saber que esto no es un sueño. Se lo suplico.

     Lidia guardó silencio por unos segundos. Después se quitó los lentes y dijo:

     — ¿Ya has comido?
     —No.
     —Ven, te invito algo si me recomiendas un sitio de por aquí.

     La lleve a Capas. No tuve oportunidad de indicarle que nos sentáramos en mi mesa favorita, la que está a un lado de una gran ventana y que además tiene sillones. Apenas entramos, ella se dirigió a uno de las mesas de la esquina y tomó asiento. Me acomodé frente a ella, un poco ansioso, debo confesar. Uno de los meseros, Roberto, trajo las cartas. Lidia le dijo que solo quería tomar café.

     —No tengo hambre —me dijo—, pero tú pide lo que quieras. Yo te invito.

Pedí el sándwich de tres quesos. Reconozco que fue incómodo comer mientras ella solo tenía una taza enfrente. Durante la hora y cuarto que duró el encuentro, apenas y dio sorbos a su café. Lo que sí hizo fue fumar mucho. Comprendí que había elegido ese rincón porque estaba dentro de lo que en ese entonces era el área de fumadores.

   ¿Fumas?

     —No. Pero no se preocupe. No me molesta el humo. Me gusta el olor que el cigarro deja en el ambiente.

     —Solo preguntaba. No iba a ofrecerte. ¿Cuántos años tienes?
     —Diecinueve.
     —Pareces más joven. Tu cara es bastante tierna. Creo que te falta vivir. Aunque no te conozca, parece que eres de los que conocen a poca gente. Aprovecha esa carita para enternecer a las muchachas con las que te juntes. A la mayoría les atraen los chicos rudos, les excita el peligro… pero hay algunas, de las que más valen la pena, que buscan a jovencitos lindos como tú. Ese será tu público.
     —Espere. Usted disculpe, pero no puedo creerlo. Estoy aquí en una mesa sentado con una de mis escritoras favoritas. Sus libros me encantan desde que era pequeño…

     —Por favor, no hablemos sobre nada relacionado con libros. Estoy tan… cansada. Toda la gente que me rodea, en especial en días como este, quiere hablar de literatura. Dios, es tan aburrido. Hay muchas otras razones para vivir, temas de los qué platicar. No me hables de la carga simbólica detrás de una novela sacada de la mesa de novedades, háblame de los vasos que has roto a lo largo de tu vida.

     —No quise molestarla. Perdone. A veces soy así, estoy emocionado, nada más.
     —Tranquilo, yo sé. Además de situaciones como esta saco ideas. Nunca se sabe, quizás algún día pases de ser un niño a convertirte en personaje de alguno de mis novelas. Cuando te acercaste supe que podrías ser uno de ellos. Pocas personas me han mirado como tú lo has hecho. Te lo agradezco.

      Sin saber qué decir, aproveché para darle una mordida al sándwich.

     —Cambiemos de tema  —me dijo—. ¿Sabes? Odio entrar sola a los restaurantes. Me gusta comer a solas cuando puedo, pero en los lugares públicos termina por ser una desventaja importante. Las masas no conciben que alguien pueda disfrutar de la individualidad. Desde el que acomoda los cubiertos hasta los demás comensales pasando por el gerente, todos te miran raro si entras a comer solo. Piensan, yo creo, que nadie quiere estar contigo. Te conviertes en un ser abandonado y triste para ellos aunque no sea cierto. Imagina, qué terrible. Hoy, por ejemplo, fui invitada a una comida organizada por el comité de la feria. Iban a ir los otros escritores. Ahora mismo deben estar bebiendo y comiendo de lo lindo en un tugurio cercano. Y no quise ir. No estoy interesada en ir con ellos y platicar de los mismos tópicos de siempre. El ambiente literario es repugnante. Si pudiera me dedicaría a otra cosa. Es una pena que la escritura se trate de lo único que sea capaz de hacer.

     —Ya quisiera yo. A mí me gustaría ser escritor… bueno, otra vez estoy regresando a ese asunto,  no quiero aburrirla. Podemos platicar de lo que sea.
     —Escucha, gracias por aceptar mi invitación. No podía entrar aquí sola. Las mentes de alrededor pensarían que soy una loca solterona. Contigo, en cambio, pensarán de otro modo. Que soy una madre feliz. Te quiero mucho, hijo mío. Pórtate bien cuando regreses con tus amiguitos.

     Los dos reímos. La conversación siguió por otros derroteros. Fue poco el tiempo que estuvimos juntos y aun así siento que hubo una conexión especial. Supe algunos detalles de su vida que ignoraba. No cuento las mejores partes porque tengo la ilusión de ella lo haga de mejor forma en uno de sus libros. Aunque no sería extraño que nunca lo haga. ¿Habrá sido también un rato agradable para ella? Por desgracia, no lo pudimos repetir. Vivimos en ciudades diferentes. Antes de que se fuera, me dejó su correo electrónico en la libreta. Me pidió que le escribiera para no perder el contacto. Así lo hice varias veces hasta que perdí la esperanza de que ella lo hiciera de vuelta. 

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