Por Fernando González

Twitter: @DePapelyTinta

 

Hace poquito, no sé por qué, terminé en una cantina. De esas cantinas que despiden un olor intenso a tequila y a nostalgia; a borracho, pues. De esas cantinas en las que las paredes están desgastadas y maltratadas haciendo perfecta combinación con sinnúmero de corazones que le frecuentan. De esas cantinas en las que habla más el silencio que las personas, pero que la pesadumbre abunda más que las botellas. De esas cantinas.

Ordené un vaso, una botella de whisky y la mesa más triste del lugar (a nadie le gusta romper la armonía del alma con un ambiente dispar). Me senté, me serví un trago y justo después encontré un papel arrugado y perdido entre los maltrechos asientos color vino opaco de la mesa. Era una carta:

“Me llamo Ernest. Nací en Múnich, Alemania; Dios sabrá en qué año. Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando tenía cinco años. Mi abuela decía que encontraron su coche pero nunca sus cadáveres. Yo siempre preferí creer que decidieron fugarse y buscar algún resquicio en el mundo donde pudieran quererse sin preguntas y sin porqués, solo quererse sin reparo. De niño, mi abuela solía decirme que si llovía era porque el cielo se limpiaba de lo nocivo, de lo que le lastimaba; y que también por eso nosotros llorábamos, porque no podíamos cargar con más penas que prosperidades; entonces que si me pesaba el pecho llorara hasta que me sintiera vacío, y así empezar de nuevo. Me decía que eso de que los hombres no lloran era una putada, que los hombres lloran más y se quiebran más. Y yo le creí.

Cuando crecí entré a un colegio de hombres y ahí conocí a Cristian, el amor de mi vida. La primera vez que lo besé supe que no quería besar otros labios. Todos decían que era algo pasajero, cosa de la adolescencia, pero no. Nos fuimos a vivir a una pequeña casa donde nuestro amor llenaba más que los muebles. Fueron los mejores años de mi vida. Sin embargo, la guerra fue intensificando y las armas se volvieron las palabras. Fue cuando entendimos que ser diferentes era ser peligrosos, por lo menos para esos que cargaban las armas.

A Cristian me lo arrebataron un día de esos fríos, sórdidos, en los que el viento sopla con una vehemencia como avisándote que te ocultes en los rincones más felices de la casa y que te abraces a tus recuerdos más gratos porque el destino ya hizo planes perversos y malevolentes contra ti. Yo abracé a Cristian. Por la noche mientras cenábamos y nos admirábamos con esa predilección tan nuestra, cuatro sujetos vestidos de negro y portando la insignia Nazi, irrumpieron en la casa y comenzaron a golpearnos mientras gritaban tantos homólogos de “maricones” como supieran. A mí me quebraron tantos huesos como pudieron y a Cristian se lo llevaron. Jamás volví a verlo.

No tardaron mucho tiempo más en regresar por mí y recluirme en una habitación en la que mi mejor amigo fue un ratoncillo que de vez en cuando se colaba por un agujero y tomaba el queso podrido que me arrojaban por la rendija en la puerta. Siempre pensé que pasaría mis últimos días ahí encerrado. Sin embargo terminó la guerra, me liberaron y me ofrecieron enviarme al país que yo quisiera. Vine a España porque Cristian siempre quiso conocerlo. También vine porque creí que los fantasmas no podían viajar en avión.

Hace poco el doctor me dijo que moriré pronto que porque el cáncer y las infecciones. Yo jamás entendí cómo sobreviví después de aquel día que se llevaron a Cristian. Pero qué importa ya.

Escribí esto porque quería contarle a alguien mi historia. Espero que cuando leas esto el mundo haya cambiado y sea un lugar mejor, y que puedan amarte y puedas amar sin ocultarlo, sin miedo. Tal vez nunca lo entiendas, pero aunque nunca vaya a verte, o a sentirte, o a olerte, o a besarte, ni aunque no sepa quién eres, te amo con todo mi ser y te dedico los últimos momentos de mi vida”.

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