Por: Citlalli Toledo
Twitter: @citlalli_toledo

 

Me dijo que deseaba que yo, algún día, sintiera lo que él por mí: amor, al menos eso afirmaba. No quise creerle, sonreí dejando que interpretara ese último gesto como un sutil “no creo que suceda”.

Era una mañana cualquiera, me desperté pensando en que otra vez tendría que seguir con la rutina: levantarme temprano para ir a trabajar, realizar informes, boletines, continuar con los proyectos de investigación, enviar correos, esperar mi hora de comida para tomar un pequeño descanso de dos horas y sí, regresar a la oficina a hacer exactamente lo mismo.

El reloj marcaba las dos de la tarde, necesitaba tomar aire fresco, despejar un poco la mente de asuntos laborales, sentarme a la sombra de un árbol y leer un poco. Esto último no sucedió porque cuando me disponía a comenzar mi lectura, apareció él, como por arte de magia.

Lo último que deseaba en ese momento era verlo. No quería que me hablara de amor, mucho menos de un posible “nosotros”. No era el momento, ni la forma de hacerlo, tampoco la persona adecuada.

Se sentó junto a mí, me habló nuevamente de lo que sentía por mí; yo intentaba ignorarlo. Por suerte mi tiempo libre había concluido; antes de despedirnos me pidió que por lo menos le escribiera lo que yo sentía hacia él y le dejara saber si algún día podría existir algo más que una amistad entre nosotros, entonces, me tomó cinco minutos decirle lo siguiente:

“Me es fácil escribirle a alguien cuando me inspira, me es difícil intentar decirte con palabras no hirientes que tú no eres ese alguien y tampoco lo serás, tal vez eres demasiado bueno para mí; podría quererte, pero es tanta tu insistencia intentando enamorarme que sólo logras el efecto contrario. Por último debo decirte que no puede amarse cuando se tiene el corazón roto”.

No esperaba una respuesta, pero la obtuve: una carta que, hasta el momento, no he leído.

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