Por: Bibiana Faulkner

Twitter: @hartatedemi

 


Estoy enamorada y es la primera vez que no tengo miedo. Supongo que será porque si dejo caerme desde el cielo, sé que en la tierra estarán esperándome un par de manos: las tuyas.

Hoy vengo a usar todos nuestros gustos como arma para quedarnos tan cerquita que si nos alejamos un poquito, aún escuchemos nuestros latidos.

A ambas nos gusta Ella Fitzgerald, los saxofones, los besos y las flores, y el verde, y hacer el amor con música de fondo.

A mí me encanta la pizza y ya sé que a ti también, ¿pero sabes qué? Tú me gustas todavía más.

Y ya sé que nada qué ver por ahora, pero antes de olvidarlo quiero escribirte que me pregunto si todas las personas que son felices también sentirán el mismo hervidero que siento yo. Porque lo mío es algo así como un volcán burbujeando lava incluso cuando estoy contigo, ahí tan cerquita.

O el olor de las golosinas que tanto me gusta, como cuando tú metes la nariz a la copa para el aroma del vino y yo a la bolsa de golosinas ¿pero sabes qué? El olor de tu espalda me gusta más todavía.

¿Alguna vez te he dicho lo bonita que te ves después de hacer el amor? Tal vez no podría porque lo único sensato que se me ocurre es que algún día viajes a mis pupilas y desde ahí te mires. Solo entonces sabrás cómo te veo, ¿y te digo otra cosa? No querrás salir de ahí y harás viajes adentro de mi cuerpo y te verás multiplicada por 60, por 9875, por 8562130, pero esa, esa es otra historia.

O como aquella vez que te dije de la nada: “No mujer, te equivocas. Yo para decirte todo lo que siento tendría que desgarrarte la piel y besarte el alma”. Ya sé que no me habías dicho algo siquiera, pero en aquél momento imaginaba una conversación contigo a solas porque me gusta estar contigo a solas. Y estaba contigo a solas. Después nos reímos porque pretextos siempre nos han sobrado.

 “A mí también me gusta el jugo de naranja y el café por las mañanas, tenemos tanto en común”, recuerdo cuando lo decíamos con sarcasmo, después el tiempo y sus ganas de tenernos juntas tan cerquita—, nos dijeron que sí, que nuestras cosas en común marcaban la belleza de la estadía.

O cuando te pregunté qué querías desayunar cuando realmente quería —e imaginé— preguntarte si querías pasar el resto de tu vida conmigo. Me dijiste que aceptabas y yo saltaba y cantaba —terriblemente mal afinada— por la emoción. Me cuestionaste qué sucedía conmigo hasta que caí en la cuenta de que te había preguntado si querías waffles con mermelada de moras azules. Despuesito volvimos a reír porque pretextos siempre nos han sobrado.

Luego aprender a descubrir lo bello de las costumbres secas y necesarias como revisar el buzón de la casa para encontrar de pronto una postal tuya mal recortada: “Ya sé que recorté mal, pero así te gusto. Ven y bésame”. En seguida saber de memoria y con los ojos cerrados el camino que me lleva hasta tu boca. Y recorrerlo despacio.

 

Que la historia siga escribiéndose, yo siempre me cercioraré que tengamos tinta y papel. Tenemos tanto en común.

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