Por Tlaloc-Man

Twitter: @merodeadormty

 

 

Le han pedido que se concentre en el libro, el paisaje es lo de menos.

 

Dos horas antes de este acto de concentración, recibió la llamada en la cual le dieron una dirección. Anotó el nombre del lugar únicamente. Ella no manejaría, por lo que no se preocupó por retener el nombre de la calle, ni mucho menos el número.

 

El celular lo lleva en una de sus bolsas traseras. Las botas largas no pueden faltarle en este día lluvioso. Quería llevar leggins, mas con el frío, es mejor la mezclilla. Cree que no está de más llevar bufanda, sobre todo porque ahí encierra la fragancia que la vuelve objeto de obsesión de muchos hombres. Batalló un poco con el brassiere; es nuevo, la textura la percibe diferente, incursionó en otra marca de sostén debido a la recomendación de su mejor amiga.

 

Se mira al espejo para pintar de color rojo sus labios. Se lleva las manos al cabello, luego recuerda cierto aditamento que no debe olvidar como encargo de quien la llamó para citarla.

 

Mira el televisor mientras continua con su ritual make-up. Además de confirmar lo que auguran las nubes y el fresco de la mañana, se pone a observar a detalle la vestimenta de la mujer que habla sobre las condiciones generales del clima en la ciudad. “Siempre se viste de manera provocativa”, eso piensa Brisa sobre la dama que cada media hora anuncia novedades sobre cómo se comportará el caprichoso clima de Monterrey.

 

Pasa una hora y ya está lista. Revisa nuevamente el mensaje que le llegó después de la llamada en el que le confirman que él ya está esperándola, sobre todo con muchas ansias para relatar tal cual está escrito en el mensaje de celular.

 

Afuera de su casa se escucha un claxon en dos ocasiones seguidas. Es la señal de que ya está preparado el carruaje para llevarla a su destino.

 

Sube al auto. Dice a dónde quiere que la lleven. El taxista acusa de recibido soltando una mueca ambigua. Ella lo toma a la defensiva, por lo que no alimentará ninguna clase de diálogo con el sujeto que conduce el coche, al fin y al cabo dijo el trabajador del volante que ya sabía dónde era. Y para que le quede bastante claro a Jorge Armando porque así dice su tarjeta de circulación, Brisa se pone audífonos: escucha a Dido.

 

Está practicando inglés desde hace algunos meses, por lo que pone atención a cada estrofa de la canción, para ver qué puede traducir con solo escucharla.

 

“Nada de lo que tengo es realmente mío”, esto es lo que obtiene por hurgar en las minucias de otro idioma. Es una frase reflexiva. Y justo ahora que no tiene pareja y no reconoce en sus entrañas esa sensación de extrañar a alguien más.

 

El tráfico la hace llegar diez minutos tarde. Manda un mensaje donde dice “ya estoy aquí”. Llega a la estancia del lugar. Habla con la recepcionista. No ha recibido respuesta a su mensaje, por lo que se acerca a una mesa con muchas revistas y se sienta a leer un poco.

 

Es asidua al ritual lector, mas rara vez sale del cuadrante del mundillo de la farándula. Alguna ocasión le regalaron un libro de Pablo Neruda, aunque solo le gustaba que la persona que le regaló el libro le leyera esos poemas.

 

La televisión, puesta en una de las esquinas de la estancia, tiene el volumen muy bajo, por lo que el murmullo de las habitaciones es algo que no puede dejar pasar desapercibido.

 

Mientras lee una nota sobre el fallecimiento del padre de su cantante favorito, escucha cómo la recepcionista contesta y dice que sí, que efectivamente una señorita está esperando en la estancia y que le avisará que la esperan en la habitación 314.

 

Se pone de pie y da las gracias, que no hay por qué preocuparse; le dice a la mujer ojerosa que contesta el teléfono que ya escuchó el mensaje.

 

Mientras sube por las escaleras ve como las nubes han bajado mucho por la Sierra Madre. No alcanza a divisar casas que en días soleados sí aprecia. El reino de San Pedro bajo neblina, algo que no le quita la ilusión de imaginarse viviendo en unos de esos departamentos que se alzan en las faldas de la Sierra Madre.

 

Estima que en una hora y media estará saliendo del lugar. No más. Son las 10 de la mañana con 13 minutos cuando toca la puerta marcada con el número 314. Ciertas ansias le recorren los miembros del cuerpo, no importando que al tipo con quien se ha citado ya tiene meses de tratarlo, pero nunca afuera de su lugar común de trabajo.

 

Le da la bienvenida el hombre con el cual se ha visto los últimos 4 sábados por las mañanas. Se saludan de beso, incluso ella lo abraza. Entre ambos encarnan un dialogo muy desenvuelto para beneplácito sobre todo de ella, de Brisa, ya que la ansiedad le había provocado tensión en el cuello. “¿Cómo se dará este encuentro?”, se preguntó mientras subía escaleras esta mujer que está respondiendo tres preguntas seguidas: Cómo está el frío, que si quiere un café y que si no trae prisa alguna.  

 

El café es bastante bueno. Pregunta que dónde lo consiguió a quien lleva por nombre Esteban. Él le contesta que en cierta tienda, que cuando terminen su encuentro la llevará a comprar dicho café.

 

“¿Y ahora qué hacemos?”, suelta Brisa ahora que ha terminado el café con un gesto de desenfado y una sonrisa juguetona, como quien para despabilarse de un letargo le pica las costillas al diablo.

 

“Quiero que leas esto”, le dice Esteban dándole un objeto rústico que entre sus pliegues posee palabras, pero no cualquier clase de palabras sino un puñado de palabras que forman un conjuro sugestivo: pequeñas odiseas eróticas, propuestas en el lienzo de la hoja en blanco, perfectos renglones que inspiran al libido y revuelven los significados para encausarlos al terreno erótico.

 

No había leído en toda su vida la palabra gemir, ni lengua, ni mucho menos savia en una misma oración. Las palabras clítoris, senos, sexo, incluso las metáforas las recibió de buena manera, sorprendida como esos espejos que solo las palabras le han provocado, poco a poco, que desee leer más y más.

 

Ahora que ya se encuentra engullida por el espécimen sensual que es el libro, Esteban le anuncia que quiere que, sin dejar de leer, tome una posición en donde se incline. Deberá bajar su pantalón hasta donde quede descubierta parte de la pantaleta negra. En cuanto al dorso, deberá quedar desnudo; todo esto mientras con una mano tiene el libro abierto y con la otra fuma un cigarrillo. Se recargará en un tocador y una ventana abierta le obsequiará una postal digna de San Pedro.

 

Tenía tiempo que su sexo no dilataba tan solo con el poder abrasivo de las palabras, aunado a un paisaje y una posición en específico; pareciera que todo su cuerpo ya no necesita ser irrumpido por el miembro del hombre que se regodea por la forma en como ha logrado que la dama vaya en camino al orgasmo sin ni siquiera tocarla. Por algo dicen que el lenguaje es otra piel.

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