Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita

LIBERTÉ

CHAPTER II

A: Rüfüs Kluge

 

Había dormido la mayor parte del tiempo, me había perdido de paisajes porque mi cuerpo me reclamaba descanso, pero desperté a las 4 am y ya no pude dormirme; no podía sacar de mi mente cuán perfectos habían sido los días anteriores; escuchaba canciones de Natalia Lafourcade,pero ni eso me hizo conciliar el sueño, y ya no importaba porque llegué a mi parada, tenía que transbordar, así que tomé el otro tren y pensé que en tres horas estaría en Roma. Sentía mucha emoción porque sabía lo que allá me esperaba: la aventura, lo nuevo, la libertad.

 

El tren se detuvo, bajé pero yo pensé: “momento, esto no se ve como Roma, ¡ah, maldita sea, me equivoqué de tren, me lleva la chingada! Bueno, a ver, ¿dónde chingados estoy? ¡En Ginebra, Suiza!”, me apresuré a la taquilla y dije que me había equivocado de tren y que necesitaba llegar a Roma. La mujer que me atendió –creo que le dio lástima mi desesperación, o mi pésimo idioma, o qué se yo– me dijo: “te regalo el boleto de ida a Roma, cortesía de la compañía”. No podía creer que me regalara el boleto, no sé si fue mi peinado tipo almohada, o mi cara de desvelado, o porque ya de plano me vio demasiado angustiado.

 

El tren a Roma salía en tres horas, así que me puse a caminar arrastrando mi par de petacas –y también mis maletas–, pero sobre todo las heridas de mi corazón. La cuidad es hermosa, demasiado lujosa. Llegué a una tienda a comprar una botella de agua y cuando quise pagar con cinco euros, el cajero se rió de mí y me dijo que los euros ahí no valían nada, solo su moneda; salí de ahí como todo un perdedor y, encima, sediento: tenía la boca seca como quien acaba de salir del desierto.

 

Fotografía original de Rufuskluge

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ginebra, Suiza. Fotografía original de Rufuskluge

 

Seguí caminando hasta llegar a un puente, me recargué y me puse a admirar el panorama. Me perdí un rato observando esa ciudad tan hermosa y cuando me di cuenta de la hora, apenas alcanzaba a llegar a la estación, así que corrí, tomé el tren y ¡sorpresa! este era más lujoso: el vagón era tipo ejecutivo con barra y todo, pedí un par de vodkas, me sentía feliz. Entre los tragos y mis pensamientos, ya había llegado a Roma. Cuando bajé del tren, lo primero que exclamé fue: ¿Por qué está tan caliente aquí, acaso llegué a Chernobyl y me equivoqué de tren otra vez?”. Pero no, era Roma, caliente y húmeda como puta de table dance.

 

Me sentí incómodo y me estresé, así que tomé el primer taxi que me pasó por enfrente; el tipo ofreció llevarme a mi hotel y sin pensarlo le dije que sí, pero me llevó tan lejos como pudo. De pronto se detuvo, bajó mis maletas y las subió a otro auto que parecía todo menos taxi. Pensé por dos segundos: “Esto no está bien”.

 

El tipo era un asaltante de turistas, pero para mi buena suerte –y vaya que la tenía–, una mujer que iba pasando le gritó que me dejara en paz y ella misma bajó mis maletas y me las devolvió. Comenzó a charlar conmigo; yo medio le entendía porque el italiano es parecido al español, me contó que efectivamente el tipo planeaba asaltarme y dejarme por ahí, así que me llevó a un sitio de taxis de verdad y yo pensaba: ¡Cuánta amabilidad, qué piernas, como de caballo pura sangre de carreras, pero qué pinche calor, estoy derritiéndome!”. No sabía si me derretía de calor o de atracción por ella, creo que eran las dos cosas. Me pidió que me cuidara, que Roma no era tan segura como yo creía.

 

Llegué a mi hostal, entré a mi habitación y me quedé dormido. Cuando desperté, bajé y estaban todos los jóvenes del hostal bebiendo, fumando, bailando; casi no había espacio, así que busqué un lugar y lo encontré: una mesa con un par de chicas ebrias y amistosas.

 

Debo decir que más ebrias que amistosas: me hablaban, me sonreían y yo les correspondía. Pedí una cerveza romana y era tan fuerte como una alemana, me tomé un par pero eran tan pesadas que sentí que me había tomado dos litros de aceite de motor. De pronto todos salieron de ahí y comenzaron a caminar, yo no preguntaba nada, solo me dejaba llevar, miraba a mi alrededor y me dije: “Es Roma, está caliente, ¡déjate empapar!”.

 

Llegamos a un área de bares y comenzamos a beber en distintos lugares, jamás me separé de las dos chicas. De pronto, en un bar, una de ellas me tocó la entrepierna por debajo de la mesa así como la canción de Luis Miguel, pero más intenso; a los 15 segundos ya tenía su pierna encima de la mía y me tocaba suavemente, me excité. La otra chica sonreía con cierta inocencia mientras yo estaba siendo manoseado como aguacate de mercado. Nos fuimos a otro bar. En la pista de baile no se miraba nada, solo las luces de los láser, el dj en el escenario y los flashes, imágenes que aparecían y desaparecían; la chica y yo estábamos en medio de la pista bailando y entre la música, el calor, el manoseo y todo el furor que mi cuerpo estaba sintiendo, pensé que no podía sentir más; pero en eso sentí unas manitas desabrochando mi cinturón, luego los botones de mi pantalón, luego…

 

Luego se acomodó mi pene adentro de ella, yo me sentí como actor de película porno checa. En plena pista de baile yo estaba cogiendo, ¿acaso me importó?, en lo absoluto, estaba tan ebrio que dije: “¡Que me arresten, me vale madre!”, mentiría si dijera que lo disfruté porque ni acabé; eran demasiadas las miradas; fueron unos cuantos minutos, como un “rapidín”. Algunos reían, otros aplaudían, otros estaban sorprendidos, pero nadie llamó a seguridad; le dije a la chica que regresaría, ella estaba excitada, húmeda y eufórica y yo confundido y ebrio; tomé el autobús y llegué al hostal, me aventé a la cama y caí rendido. A las dos horas alguien me dijo al oído: “No regresaste”.

 

La chica que me había cogido en la pista resultó ser mi rommate, sonreí, no sé si de nervios, o de felicidad, o por la coincidencia, o porque me esperaba un maratón de sexo desenfrenado; en mi cabeza solo tenía clara una cosa: era mi día cuatro en Europa y yo ¿qué estaba haciendo? Celebrándolo, ¿cómo?, teniéndola a ella en cuatro.

 

Amanecí, sí, amanecí después de todo aquello: sudado, empapado, cogido, adolorido, con resaca, sentía que me derretía, así que me di un baño y salí del hostal, caminé una cuadra y llegué a una pizzería (estaban en un aparador). Bueno, Roma, la ciudad donde se inventó la pizza, claro, yo pensaba verlas redondas y rebosando de queso, pero estaba equivocado. Eran cuadradas, la masa era delgada y solo tenía salsa de tomate; había ingredientes para escoger y el queso era uno de ellos.

 

Ordené una de camarón y otra de champiñones, yo quería probarla así, el resultado: una exquisitez, la mejor pizza que había probado en mi vida. Salí de ahí con mi paladar en éxtasis, caminé unos cuantos pasos y encontré una tienda donde vendían solo cigarros, compré dos cajetillas. Tenía sed, calor, pensaba en tantas cosas a la vez que de tanto enajenar mi cerebro terminé pensando en nada, solo quería disfrutar, vivir, aunque el corazón me traicionara.

 

Caminé directo al Vaticano: quedé impresionado, pagué 20 euros y entré, me quedé admirando la arquitectura tan definida y detallada, tomé todas las fotos que me fueron posibles. Después de 6 horas de recorrido salí directo a la famosa “Spanish Steps” o “Piazza Di Spagna”, apenas si conseguí un lugar para sentarme, había demasiada gente, yo estaba fascinado con el lugar. Fumé y observé, pasaron las horas y me puse a caminar hacia mi hostal; el alumbrado era terrible, no se miraba nada, había gente sospechosa, un tipo me siguió por casi una hora, todo me quedaba muy lejos y ya no había ni metro ni bus. Lo único que tenía eran mis piernas, así que corrí todo lo que pude hasta que logré perder al tipo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Vaticano. Fotografía original de Rufuskluge 

 

Cuando entré a mi habitación, ¿quién me esperaba ahí? Exacto, ella que quería que volviera a cogérmela tan duro como si ella fuese un roble y yo una sierra eléctrica, deseaba que la partiera en dos, literal. Entré al baño y ella tras de mí, me besó, me sedujo, me hizo sexo oral, lo hicimos en todas partes y terminamos en el balcón al aire libre en el octavo piso con el calor de Roma. Empapado de sudor, fluidos y cansado de caminar, me dispuse a dormir. Las cosas no estaban siendo como yo las había planeado, ¡eran mejores! ¿Qué más le pedía a la vida? Simplemente me dejé llevar por el destino, lo que estaba viviendo era perfecto, así que dije: “Destino, haz lo tuyo que del resto me encargo yo”. Estaba tan adolorido después de hacer el Kama Sutra versión Roma, que me quedé profundamente dormido.

 

Amanecí con una carga en el cuerpo como si fuese El Pípila, pero nadie estaba encima de mí. Sentí que alguien me observaba: era ella con su equipaje en mano, la miré por unos minutos a los ojos como agradeciéndole sin decirle nada, solo me atreví a preguntarle hacia dónde iba y respondió que a París. Qué ironía, yo venía de allá y ella estaba invitándome a que la acompañara, pero yo le dije que no, que mis planes eran otros –que ni yo sabía cuáles eran–, pero lo que sí sabía era que mi aventura era ir hacia adelante y no regresar.

 

Se acercó a mi para despedirse, le extendí mi mano, tomé la de ella y la jalé hacía mí: le di un par de besos en los párpados y con eso quise decirle todo. Sentí nostalgia, pero solo fuimos dos extraños que cruzaron sus caminos, eso fue todo lo que fuimos. Se marchó.

 

Me di un baño con agua helada, mi cuerpo lo pedía a gritos y mientras el agua recorría mi cuerpo, yo pensaba en ella, estaba quitándomela del cuerpo mas no del pensamiento, me había dado días maravillosos y ya volvería a verla, pero así es la vida, hay gente que se cruza por la tuya y no vuelves a verla nunca.

 

Salí a caminar, no sabía ni a dónde iba. Soy un tipo que nunca sabe a dónde va, pero que se maravilla con cualquier cosa, ya sea una calle o un callejón intrigante. Seguí caminando hasta llegar a “Piazza Venezia”, eran demasiados escalones que tenía que subir, pero no me importó, había tenido sexo como si fuese a acabarse el mundo, qué podían hacerme unos escalones.

 

Cuando llegué a la cima la vista era increíble, no se miraba toda Roma, pero sí parte de ella. A cierta distancia se veía El Coliseo, entonces, entré en tal especie de desesperación por estar ahí que salí corriendo; antes me detuve en una “van” y compré una Heineken y aunque no estaba tan helada, sentí el líquido recorrer mi garganta que estaba tan seca como el desierto del Sahara, terminé mi cerveza, respiré profundo y caminé hacia El Coliseo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Coliseo. Fotografía original de Rufuskluge

 

Cuando entré, comencé a caminar por cada pasillo, cada rincón, toqué paredes, escombros, sentí la textura de cada roca, cada muro; al ver la arquitectura destruida imaginé toda la sangre que se derramó ahí y corrió por cada grieta, cerré los ojos y un aire me dio en la frente, pude sentir todas las almas caídas, toda la barbarie; sentí mi corazón hundirse más en mi pecho, estaba ahí tocando una pared y pensando que ese momento se quedaría grabado para toda mi vida, ya era parte de mi historia. Salí de ahí con una profunda tristeza, me dirigí a la estación de trenes. Llegué y tomé un mapa, no sabía hacia dónde ir, pero me decidí por Venecia, así que compré mi boleto para ir a la ciudad de las calles de agua y góndolas.

 

Fui al hostal por mi equipaje, en la habitación ella ya no estaba, me senté en la litera que una noche antes casi destrozamos y pensé: “¿Se encontrará bien, se acordará de mí?”, me había encariñado con ella a quien vi apenas 36 horas.

 

Cerré los ojos y, entonces, por primera vez me pregunté: “¿Tú estás bien?”, y con una sonrisa revuelta en lágrimas me dije: “Claro, tú siempre estás bien…”

 

Continuará…

 

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