por Arturo Garmendia

 

Las diversas notas necrológicas que fueron publicadas en los diarios nacionales con motivo del fallecimiento de una de las figuras más notables de la literatura nacional contemporánea, el escritor Salvador Elizondo Alcalde (1932 – 2006), describieron sus aportes a la literatura y su incursión en las artes plásticas, en la docencia y la academia; pero casi ninguna de ellas hizo alusión a su participación en la crítica cinematográfica y en el cine independiente mexicano, pese a que también ahí dejó su marca, por lo que estas notas intentan recuperar su aporte al respecto.

Infancia y adolescencia en los estudios de cine

El escritor fue hijo de don Salvador Elizondo Pani, importante productor cinematográfico de la época de oro del cine mexicano, fundador en 1935 de la empresa Cinematográfica Latinoamericana, S. A. (CLASA), que integraba los estudios fílmicos, la productora y la distribuidora de películas del mismo nombre; que se iniciara en el negocio con el clásico “¡Vámonos con Pancho Villa! y que financiara gran parte del cine de calidad de esa época, representado por directores como Emilio Fernández, Julio Bracho y  Roberto Gavaldón, por ejemplo.
Don Salvador era sin duda piedra ancilar de la industria cinematográfica mexicana, y además de su labor directiva en las empresas mencionadas produjo directamente películas tan importantes como Distinto amanecer, de Julio Bracho (1943) Salón México, de Emilio Fernández (1948) y La Ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel (1953) que forjaron su reputación en el medio. De ahí que el primero de los directores citados lo recordara como “un hombre de sólida cultura y personalidad, un hombre de mundo… que había sido diplomático mexicano en Europa y hablaba francés, inglés y alemán”, si bien otro contemporáneo, Javier Sierra, refirió que “era muy mal hablado”.
En el documental biográfico Salvador Elizondo. Ida y vuelta (1999), que dirigió su esposa, la fotógrafa Paulina Lavista,  el propio escritor recuerda como desde los 7 hasta los 17 años todo su tiempo libre, incluidas las vacaciones, lo pasaba en los Estudios de su padre, lo que le permitió conocer todos los procesos técnicos y artísticos del cine. *  Por  ello más  adelante  afirma que  aunque realizó estudios de cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC) en París, no aprendió nada nuevo, pues todo lo había asimilado en los Estudios de su padre.
——–

* En la cinta, esta afirmación se documenta con material fotográfico que lo muestra, de niño y de joven, en diversas filmaciones. Narra también que debutó como extra infantil en El rápido de las 9:15, de Alejandro Galindo (1947). Y una imagen en particular no tiene desperdicio: el adolescente esmirriado que era entonces flanquea a la frondosa Rosa Carmina, en plan de rumbera total.

Asi pues, gracias a sus antecedentes familiares, Salvador Elizondo hijo recibió una esmerada educación, residió largas temporadas en el extranjero y tuvo un  conocimiento de primera mano de los procesos y los productos cinematográficos mexicanos. Y si bien en un principio se encaminó hacia la pintura, estudiando en la Esmeralda y en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, su rigor autocrítico le advirtió que no tenía el talento necesario; no quedando de esta inclinación en su obra mas que una serie de dibujos no coleccionados y escasamente publicados que ilustran sus cuadernos de apuntes y papeles personales. Se orientó entonces al estudio de las Letras Inglesas en las Universidades de Ottawa, Perugia, París y La Sorbona. A fines de los años cincuenta regresó al país e ingresó, como alumno irregular, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México para proseguir su carrera, pero la abandonó al presentar con éxito el examen para el diploma correspondiente a esa disciplina en la Universidad de Cambridge. De esa época data la publicación de su primer libro, Poesías (1960), en una edición del autor.

De la crítica a la cámara cinematográfica

Nuevamente se dio cuenta de que la poesía no era su camino y se dirigió entonces a un terreno en que se sentía más seguro: Se abocó a la fundación de una revista de crítica cinematográfica, Nuevo Cine (1961 – 1962) en la que bajo la dirección de Emilio García Riera y en compañía de José de la Colina, Jomi García Ascot, Carlos Monsiváis y Gabriel Ramírez emprendió una revisión crítica del cine mexicano anterior y  de ese momento; y propuso nuevos horizontes para el mismo, en el marco de la renovación cinematográfica que se gestaba entonces en Europa, particularmente a través de la revista Cahiers du Cinéma que planteaba la noción del cineasta auteur, dándole a los directores cinematográficos la talla de artistas, cosa que no les era reconocida hasta entonces; y a través del ejemplo de los jóvenes cineastas pertenecientes a la llamada “nouvelle vague” cinematográfica.
Las críticas que escribió Elizondo para Nuevo Cine se caracterizan por estar redactadas con una prosa impecable; por su conocimiento del contexto industrial en que las cintas se producen; su apreciación de los valores de la narración cinematográfica y, sobre todo, por su imparcialidad. Prueba de ello sería su texto sobre ¡Vámonos con Pancho Villa!, publicado en el segundo número de la revista, en el que reconoce los avances técnicos que logró la cinematografía nacional con la creación de los Estudios CLASA, señala la legítima raigambre revolucionaria de la cinta y aduce que Rafael Muñoz, autor de la novela y coautor del guión de la película, no es uno de los grandes escritores de la novela de la Revolución, pero su estilo reporteril lo hacen el más idóneo para lograr  un  equivalente  cinematográfico  de  aquel movimiento. Destaca finalmente las escenas del filme más importantes desde el punto de vista de la dirección, y concluye con las siguientes palabras:

“…No  resume  la  crítica más  perfecta  la  perfección  de  las  obras.  Con  dificultad  las  califica. ¡Vámonos con  Pancho Villa! es una gran película, quizás la mejor película que se ha hecho en este país. En el fárrago escatológico de la producción actual, después de veinticinco años, es todavía como una ráfaga de buen aire”.

Sin   embargo,  si  algo había  que denostar, su pluma podía ser sumamente cáustica, como en el ensayo que dedicó a analizar los postulados morales del cine mexicano, donde rescata algunos filmes memorables, como La mancha de sangre, pero fustiga la doble moral de los prevaricadores del erotismo:

“… Con la guerra mundial entraron en nuestro cine los gladiolos, los teléfonos blancos, las vamps rubias, las sweater girls, los asuntos Stefan Zweig (que) permitieron a nuestros cineastas pasar del burdel de Alvarado al “furnished apartament”. Las prostitutas tenían ahora los cabellos oxigenados y usaban cigarreras de oro. Un bovarismo lleno de adminículos cromados triunfaba momentáneamente. Andrés Soler, que en la postguerra habría de convertirse, de acuerdo con su tipo, en el perfecto tío de Los Fernández de Peralvillo,  era  entonces  el  banquero –sombrero  Homburg,  chaleco,  polainas, leontina y clavel- que a bordo de un  Pakcard negro hacía proposiciones deshonestas a María Félix, la mujer sin alma”

Esta actitud crítica, en un medio caracterizado por la simulación y los elogios mutuos, provocó reacciones encolerizadas del establishment. Los vituperios y las recriminaciones a los jóvenes críticos no se hicieron esperar. A manera de ejemplo reproducimos en parte esta catilinaria del director Julio Bracho:

 

Las  mejores películas
del cine mexicano, según
Salvador Elizondo
 
1. ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Fernando de Fuentes
 2. La mancha de sangre, de Adolfo Best Maugard
3. Los olvidados, de Luis Buñuel
4. Distinto amanecer, de Julio Bracho.
5. Dos Monjes, de Juan Bustillo Oro.
6. El misterio del rostro pálido, de Juan Bustillo Oro
7. Cada loco con su tema, de Juan Bustillo Oro
8. La red, de Emilio Fernández.
9. Doña Bárbara, de Fernando de Fuentes.
10. Rojo Amanecer, de Jorge Fons *

Fuente: Entrevista con Elena Poniatowska.
El Día, 12 de noviembre de 1963.

En el dermatólogo. S. Elizondo
14 de abril de 1998
  * Cit en S. Elizondo, Estanquillo, 2001.

 

 “…En el horizonte del ‘campo cinematográfico’ han venido apareciendo…una serie de pares de orejas  en forma de V de la victoria, que por el rebuzno, en seguida se han definido como los jóvenes burros que reclaman sus olotes. Nadie duda que en su rebuzno hay una parte de verdad. Lo malo  es que han emplazado su rebuzno -pidiendo olotes- contra quienes menos olotes comen. Es decir, contra los viejos burros –Urueta, Bustillo Oro, Gavaldón, Fernández, Bracho- que por secreta y misteriosa decisión de los burreros vagan hambrientos… año tras año en busca de un olote que comer en compañía de sus burritos…

“Ellos no ostentan en su rebuzno otro valor visible –aunque lo tengan- que el de su juventud. ‘¡Aquí estamos los jóvenes!’ ‘Los jóvenes burros franceses revolucionan el cine francés (cosa que está por verse, porque hasta la fecha no han realizado sino películas menos que mediocres)’. “Los jóvenes reclamamos nuestros olotes”

El texto veterano director recibió múltiples adhesiones del gremio, incluida la del periodista Fernando Morales Ortiz, que lo apostilló de la siguiente manera:

“Julio Bracho acaba de dedicar una atinada catilinaria al grupo de críticos “apretados” que… se han dedicado a menospreciar todos los esfuerzos del cine mexicano, a cambio de pretender descubrir cualidades en los films extranjeros menos afortunados. La marcada tendencia hispanófila de estos solones “de importación” y su exacerbado izquierdismo hacen sospechar que otros son los resortes que los impulsan y otros los objetivos que persiguen, muy al margen de una desinteresada y honesta defensa de la estética cinematográfica”.

Como puede advertirse, los intentos de culturización, actualización y renovación del anquilosado cine mexicano de inicios de los años sesenta se estrellaban contra el conservadurismo y los intereses creados de quienes detentaban la hegemonía del medio cinematográfico; y la reacción se traducía en descalificaciones y acusaciones de querer tener acceso a sus sacrosantos “olotes”, cosa que de otra parte no tenía nada de censurable en la medida en que las nuevas generaciones tienen derecho a expresarse en todos los medios existentes.
El problema es que, en el medio fílmico, el acceso de nuevos directores a la realización de películas estaba vedado por una política sindical ultra-proteccionista, amén de un menosprecio por la cultura, cinematográfica y cualquier otra: “En México no se toma en serio nada –expresó  Elizondo en una entrevista con Elena Poniatowska-. El simple hecho de que nosotros, los seudo-intelectuales, queramos hacer cine después de  haber leído Les Cahiers du Cinéma, y conozcamos  a medias el nombre de Georges Sadoul, les causa una risa loca a los productores. Una vez fuimos a ver a uno de ellos, un director productor, y él hasta mandó llamar a uno de sus amigos  diciéndole: ‘Ven a ver qué chistosos son estos jóvenes’. Hay una falta profunda de seriedad, de respeto”.
Ello no quiere decir que el propio Elizondo no intentara expresarse a través del cine. Emilio García Riera recuerda que, “… entre los proyectos que no pudieron filmarse en 1960 hubo uno muy interesante: Un guión sobre Aquiles y Carmen Serdán escrito por Salvador Elizondo, José Luis González de León, Heriberto Lafranchi y Gastón García Cantú” y que cinco años después, cuando se lanzó la convocatoria para participar en el I Concurso de Cine Experimental, Gregorio Wallerstein propuso a los cineastas en ciernes  Salvador Elizondo y José Luis González de León financiarles una película, El método Czerny, que deberían interpretar Adriana Roel y Enrique Rocha, y que no llegó a realizarse por desavenencias entre sus dos presuntos directores.
En la entrevista con Elena Poniatowska citada, la periodista le reclama al escritor porque, en lugar de quejarse de la cerrazón de la industria, los jóvenes “no agarran una cámara y se van a filmar lo que les apetezca”. Elizondo replica: “Yo ya hice lo que usted me reclama: cogí una cámara y me fui a Guanajuato. Estuve una semana metido dentro de la cripta esa, filmando a las momias, teniendo como base un poema de T. S. Eliot, Los hombres huecos. Cada toma correspondía perfectamente a un verso del poema. ¡Se trataba de un equivalente fílmico del poema! Y pensaba meterle la música correcta… (Pero una película así) no tiene ninguna posibilidad de ser distribuida, y por tanto, exhibida. Y ahí está la película, enlatada.”
No obstante la mala experiencia de este primer intento, Elizondo persistió, y en 1963 declaró a la misma escritora: “Hice ya otra película, Apocalipsis 1900, en la que pretendí crear un lenguaje cinematográfico inusitado. Se trata de un documental ilustrando un hipotético fin del mundo, mediante grabados en acero tomados de revistas científicas de principios del siglo XX. No hay un tema coherente. Mi idea fue tratar de crear un clima, una quietud mediante estas formas gráficas… está hecha con innumerables grabados con los que trato de construir una pequeña historia”.
En suma, la relación de Salvador Elizondo con el cine no podía haber sido más frustránea. Sin embargo, años después, en un desplante no exento de cierta pedantería, el escritor la resumió así: “Yo tenía más oportunidad (de hacer carrera dentro del cine) que Arturo Ripstein. Mi papá también era productor, pero no quise malgastar ni su dinero ni mi talento en una cosa que no depende de lo que el artista hace, sino de algunas cosas raras: la exhibición, la producción, la distribución, todas ellas inaccesibles”, declaró al diario Milenio durante una entrevista. Y en otra, concedida hace seis años al suplemento Sábado, Elizondo declaraba: “Me temo que el cine ha dejado de interesarme. Intenté hacer cine, fracasé, y con los conocimientos que había adquirido asumí de modo exclusivo la literatura. Porque mi interés del cine se deriva de mi fracaso como pintor. De actividades estrictamente visuales llegué a la escritura. Pasé de la pintura al cine, y habiendo fracasado en ambas llegué a la literatura”,

Las provocaciones de S.nob

Había que seguir adelante, y Elizondo avanzó un paso más hacia la literatura. Reunió en torno suyo a un grupo de jóvenes intelectuales (Emilio García Riera, Jomi García Ascot, Alejandro Jodorowsky, Juan Manuel  Torres,  Juan  García  Ponce, Tomás  Segovia, Alvaro  Mutis, Jorge  Ibargüengoitia)  y  artistas plásticos (Alberto Gironella, Katy Horna y Leonora Carrington) para fundar una nueva revista, que llamaría  S.nob,  de  la  cual  se  editaron  sólo  siete  números  de  junio  a  octubre de 1962, Salvador Elizondo era el director; Emilio García Riera subdirector y Juan García Ponce director artístico. A notar que los cuatro primeros integrantes mencionados, si bien con incipientes intereses literarios, todos terminaron haciendo carrera en el cine. Se trataba sin duda de figuras canónicas de la generación llamada a veces de La Casa del Lago, por su destacada participación en los eventos de ese recinto cultural de la UNAM en el primer lustro de los  sesentas;  y en  otras oportunidades “de la ruptura”, por el repudio que hicieran los nuevos artistas plásticos a la tradición muralista en esos años.

En un artículo reciente José María Espinasa reseña las razones de la importancia de este esfuerzo literario: Desde el editorial en el primer número – dice el comentarista- se nos recuerda que ser snob tiene unas connotaciones  de  uso  que  son  a  la  vez  deudoras y  se  distancian  de  su  origen: sin  nobleza; haciendoénfasis en que el grupo no está en sus orígenes ligado al poder económico y por ello no renuncia a su talante democratizador.
Su manera de llamar la atención se debía a la manera de presentarse ante el público, con un desenfado provocador y una propuesta literaria extrema (en el primer número se publica una ya legendaria página del Finnegan’s Wake de Joyce en traducción de Salvador Elizondo, por ejemplo). Así se puede ver en ella el antecedente de una actitud no más ligera pero sí más lúdica de la literatura; un diseño más inventivo, un humor sin concesiones, una búsqueda de autores excluidos de los cánones bien pensantes, etcétera.

  “En esa época Salvador ya pintaba y lo hacía con excelencia… Alberto Gironella me enseñó en su casa de la calle de Marsella  un cuadro notable de  una mujer de espaldas, todo el costillar a la vista, desollada, una soberbia lección de anatomía. “Lo pintó  Salvador”, me dijo. En esa época Gironella y él eran inseparables.
    Elena Poniatowska. Entrevista con Salvador Elizondo. Novedades,  15 de septiembre de 1960.

No hay que olvidar que por familia Elizondo estaba ligado al mundo del cine, al cual era muy aficionado, y que la revista tenía para bien y para mal (con el tiempo creo que sobre todo lo primero) el aire de un juguete nuevo. Por eso el cine estaba tan presente en su conjunto, tanto en la temática y forma de varias de sus colaboraciones (por ejemplo, García Riera y José de la Colina publicaban notas de cine bajo los seudónimos de Zachary Angelo y R. M. Bengoal, respectivamente)  como en el espíritu del diseño y en el aliento “frívolo” que la recorría.
La revista se anunciaba como de periodicidad hebdomadaria, lo cual hace suponer que o confiaban mucho en un público lector fiel o bien no se preocupaban por el asunto de sus ventas, a pesar de (o tal vez por) contar con el apoyo de Gustavo Alatriste,  hombre de negocios y posteriormente productor y director de cine. Una de las cosas que uno lamenta es que la publicación se haya acabado tan de golpe. Después de sus primeros números rigurosamente periódicos, tarda en salir el siete y, cuando aparece, uno tiene la sensación de que había alcanzado ya una espléndida madurez. Sin embargo, éste sería el último en publicarse (Espinasa, 2006).
Terminada esta aventura, Elizondo transita fugazmente por el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos como maestro de literatura y obtiene una beca del Centro Mexicano de Escritores, que le permite escribir su segundo libro, un ensayo sobre el cineasta italiano Luchino Visconti (1963), y la novela que será clave en su bibliografía: Farabeuf, o la crónica de un instante (1965).

Una crónica maldita

En 1965 Salvador Elizondo publica su primera y única novela, Farabeuf o la crónica de un instante, con la que sorprende al mundillo intelectual mexicano. Nada parecido se había creado en nuestro medio, aunque un producto así era común una década antes en Francia: la llamada noveau roman, dedicada a privilegiar la escritura sobre el contenido. Autores como Alain Robbe-Grillet (La celosía)) o Marguerite Durás (Moderato Cantabile) emprendían exhaustivas búsquedas formales para describir, de la manera más objetiva posible, minucias tales como la jornada de un hombre celoso de su esposa, a la que espía durante todo el día a través de una celosía (nótese el juego de palabras); o las obsesivas visitas de una mujer solitaria al sitio donde se ha cometido un crimen, sobre el que aventura hipótesis que no podrán ser comprobadas; y no es extraño que ambos desembocaran en el cine, primero como guionistas de dos obras emblemáticas de la Nueva Ola, El año pasado en Marienbad (1960) e Hiroshima, mi amor (1959), ambas de Alain Resnais; y posteriormente como directores cinematográficos con una personalidad propia.

Como lo señala el primero de los escritores mencionados “El nouveau roman fue, sobre todo, un cuestionamiento al relato. En mis películas y en mis novelas la propia narración duda de lo que se narra. La narración no está allí para transmitir un relato sino para objetarlo. Se intentaba una descripción objetiva y necesariamente parcial de la realidad, aceptando su naturaleza compleja, negando ciertos recursos de la interpretación poética y cuestionando los límites de las estructuras tradicionales del relato”.

Farabeuf es una novela  hipotética, conjetural, en la que  todo es potencialmente verdadero pero nada es completamente cierto; y aún tiene una veta policíaca, ya que exige la participación del lector (que se convierte así en lector-autor) en tanto se sume en la contemplación de un espectáculo creado por las palabras y situaciones organizadas en hipótesis o fragmentaciones que la imaginación o la argucia del lector deberá sacar del aparente caos. Y el espectáculo, en este caso, tiene que ver con la fotografía de un suplicio chino, un paseo por la playa y la cita de un hombre y una mujer en una casa de París. La descripción de procedimientos quirúrgicos (extraídos de un Manual de Cirugía de cierto doctor Farabeuf escrito a finales del siglo XIX, célebre por dedicarse también a crear  sofisticados instrumentos para practicar toda clase de incisiones, cortes, perforaciones, fracturas y suturas sobre el cuerpo humano) se relaciona con la contemplación obsesiva de una fotografía publicada originalmente en un viejo periódico chino, el North China Daily News, en la que se muestra la tortura infligida a un convicto por intentar asesinar al emperador, en un momento de dolor paroxístico, cuando ya ha perdido los brazos, el pecho y quizás el sexo; y los encuentros de una pareja de amantes que fantasean sobre una práctica erótica, inevitablemente teñida de sadomasoquismo por la contiguidad de los otros temas de la novela.

Sin embargo, las imágenes que el texto va sugiriendo nunca llegan a integrarse de una forma explícita; y por ello el propio Elizondo considera que, en Farabeuf o la crónica de un instante,  “… somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocados mediante una fórmula de nigromancia. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran. Somos un pensamiento secreto.”

Con estas palabras, Elizondo se desliga de la búsqueda de la objetividad de la “nueva novela” francesa: “Siempre fui un detractor de esa búsqueda, señala el autor. Lo que me interesaba en Farabeuf no era la  descripción  morosa  y  detallada  de los objetos, sino su repetición en el marco de una permanente confrontación con el tiempo… Y el sueño es muy importante, Hay un mecanismo muy parecido que es el fluir de imágenes como si se tratara de un cine mental, que es perfectamente posible hacer discurrir en  una  corriente de escritura. Además, los procedimientos  de  la  memoria  y el olvido crean a veces sensaciones tales como la del recuerdo vago de una película que se ha visto hace mucho tiempo, como también sucede con los sueños, que son fragmentarios y cíclicos,  como sucede con el cine”.

Influencia cinematográfica en Farabeuf

En el cine, precisamente, está el sustrato icónico de Farabeuf:                

  La fotografía del supliciado chino fue reproducida originalmente en el libro Las lágrimas de Eros, de Georges Bataille. Elizondo la incluyó en el último número de la revista S.nob y la utilizó, lo mismo que la parafernalia quirúrgica del doctor Farabeuf, en su película Apocalipsis 1900.
     

“Lo que le interesa -el escriba ha dicho-… son las visiones que trastocan y subvierten cualquier concepción del mundo. Tres, específicamente, del siglo XX: la escena del ojo en Un chien andalou, de Luis Buñuel, la escena del asesinato de Nadia en Rocco e i suoi fratelli y la fotografía del suplicio chino de los cien pedazos o Leng Tch´e (el desmembramiento paulatino y exacto del castigado en vida, realizado por última vez a principios de siglo como pena
máxima al asesino del heredero al trono), Es a partir de esta tercer imagen que Elizondo crearía una de las novelas centrales  de su  producción,  Farabeuf… Este  inicio  suena  aberrante. Es,  de hecho,  perturbador.  Elizondo explora allí  ciertos conceptos substanciales: por una parte, el tiempo y la memoria…Y por otra, por supuesto, el erotismo y la muerte”

Lo está también en la estructura y tratamiento de la obra, que recuerda  fuertemente el trabajo de Alain Robbe-Grillet en el guión para la película de Alain Resnais El año pasado en Marienbad (1961). Como se sabe, este se caracteriza por presentar un tema único, el asedio amoroso de un hombre a una mujer en un hotel de lujo, a la que le plantea que un año antes prometieron encontrarse para consumar su relación. Tema que merece múltiples variaciones, mutaciones periódicas, que permiten que la narración transcurra, pero nunca avance. Como lo planea José Francisco Robles en su ensayo sobre la novela de Elizondo, en una difícil prosa que se asimila el léxico semiológico:
“… descubrimos en la estructura narrativa de Farabeuf su analogía al concepto narrativo cinematográfico, cuestión que va quedando en evidencia en las innumerables metalepsis que profundizan esta verdadera “posta de imágenes” y posiciones narratológicas. El fragmento seduce a la estructura de la narración en la medida que las distintas voces que hablan, se entremezclan, conformando una red de lectura amplia, metadiégesis que se “montan”, que descubren en el montaje su principio constitutivo. La polifonía al interior de la novela propone a este montaje como un co-existir paralelo de diversas voces, en tanto cada voz es una “fuente” diferente que nos permite trabajar la lectura como un discontinuo que “erotiza” al propio acto lector”. (Robles, 2003)
En efecto, gracias al engranaje de textos aparentemente dispares Elizondo consigue realizar esa “crónica de un instante” que dura más de 170 páginas: En lugar de luchar con el infinito, con la eternidad, como hace Borges, Salvador Elizondo prefiere insertarse en este otro infinito, negativo, que es la paralización del tiempo: la eternidad en la punta de un bisturí. Sigue así preceptos derivados de la teoría del montaje de Serguei M. Eisenstein, el cineasta vanguardista ruso, quien a su vez los derivó de múltiples fuentes referencias culturales, entre otras escritura china, disciplina en la que también se adentró Elizondo.

El fugaz verano de Narda

Asi como Elizondo  reconocía no ser un autor popular, abierto a la gran masa de lectores, su cercanía con la industria cinematográfica era escasa. Ello no obstante, llegó a vender los derechos cinematográficos de dos de sus obras, Farabeuf y el cuento Narda o el verano, si bien consideraba que ambas eran infilmables.

La intención de llevar a la pantalla la primera no se llevó adelante, pero la segunda sí se realizó. Se hizo cargo del proyecto Juan Guerrero, joven arquitecto que había debutado como director en el I Concurso de Cine Experimental de 1965 con la cinta Amelia, una sensible adaptacióndel cuento de Juan García Ponce del mismo nombre, que en principio parecía adecuado para trasladar a la pantalla una historia de ribetes fantásticos en torno a una elusiva y misteriosa mujer, liada en un menage a trois  con dos despreocupados vacacionistas, que por razones tanto eróticas como económicas deciden compartirla. Ella dice que su verdadero nombre es Elisa, pero ese verano quieres ser llamada Narda, como la novia del mago  Mandrake.  Acepta  la proposición  de Jorge  y Max, pero les advierte: “No seré suya…Ustedes son míos”. Max replica: “De cualquier manera, es lo mismo”, pero Narda no está de acuerdo: “No, es completamente diferente”.

En realidad, tenía razón Elizondo cuando intentaba disuadir al novel director, ansioso de integrarse al cine industrial, de filmar su historia: “Le dije a Juan Guerrero: Esta película no se puede hacer, los personajes no existen. En el cine todo se tiene que ver, pero esa condición no la tiene la literatura… Aun cuando firmamos el contrato le dije ‘Te aconsejo que no la hagas. Naturalmente que la película fue malísima” (Cit en Aviña, op. cit.). En efecto, todo conspiró para alejar de la pantalla las cualidades que hacen de Narda o el verano uno de los cuentos emblemáticos del escritor vanguardista: una inquietante y etérea presencia femenina que nada tiene que ver con el muy concreto atractivo visual de la Chabot; un clima misterioso substituido por coloridas tarjetas postales firmadas por Gabriel Figueroa en el peor momento de su carrera; un miscast terrible en los jóvenes actores: El aspecto andrógino de Álvarez Félix por momentos hace pensar que más que un triángulo amoroso, lo que se describe es la atracción homosexual entre los amigos y, lo más lamentable, el director se ve en todo momento desbordado ante la imposible empresa de conciliar los valores literarios del texto con los valores comerciales que demanda la empresa productora.

Resta sólo mencionar, en este intento por reseñar la muy estrecha relación que tuvo Salvador Elizondo con el cine, otra cinta poco conocida, incluso para el que esto escribe, basada en un texto suyo: El descarnado (1978),de René Villarreal. Su ficha técnica no aclara en qué escrito de nuestro autor se inspira, aunque el título hace suponer alguna relación con Farabeuf. Se trata de un cortometraje de 35 minutos de duración, en color y en él actúan Jesús Torres, Beatriz Villarreal y Felipe Díaz Garza.

Conclusión

Salvador Elizondo no creía en la especialización de las artes; no, al menos, como forma de aislamiento. “La formación artística debe nutrirse por todas sus formas de expresión”, asentó. Por eso su única película está armada con grabados del siglo XIX, que tomó de la revista Nature; Farabeuf fue escrita con técnicas cinematográficas y  su gusto por la pintura, que lo llevó a practicarla, son de sobra conocidas.
 
Falleció el 30 de marzo de 2006 a los 73 años en su casa de Ciudad de México víctima de un cáncer de boca. Cuando murió habitaba en el barrio de Santa Catarina, Coyoacán, en la calle de Tata Vasco. Sus cenizas fueron depositadas en el jardín de su casa.

‘Narda o el verano’ aborda los paradójicos misterios de las relaciones humanas y la identidad. Inauguración de una propuesta literaria novedosa, en estos cuentos se perfila lo que sería la escritura del autor: un mundo donde la realidad y la fantasía se confunden; un lenguaje y una técnica impecables, capaces de crear imágenes y sensaciones de gran intensidad; un acercamiento oblicuo a la dimensión de la realidad que revela su rostro oculto. El amor, la locura, el asesinato, el deseo e incluso la palabra creadora son instantes que el autor capta con sagacidad y humor negro.

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here