por Arturo Garmendia

 

Michael Moore, cineasta y reportero norteamericano, productor del programa televisivo The Awful Truth (algo así como La horrible verdad ) es, que duda cabe, un documentalista inquieto e inquietante. De ello ya había dado muestra en por lo menos dos producciones anteriores, no exhibidas en México: Roger and Me (1989), donde acosó a preguntas a Roger Smith , alto directivo de la General Motors tras su decisión de cerrar once plantas ensambladoras de automóviles en Estados Unidos, y despedir a 30 mil empleados de la empresa, con la consiguiente desaparición de la ciudad de Flint, Michigan; y The big one sobre la explotación de mano de obra infantil por la compañía Nike , en Indonesia.

Poseído por un espíritu inquisitorial, dispuesto a dar con la verdad al precio que sea, decidió en esta oportunidad indagar las causas profundas de un evento tan nefasto como lo fue, en abril de 1999, la masacre perpetrada por un par de adolescentes que, armados hasta los dientes, cercaron a sus mentores y condiscípulos en la High School de Littletown, Colorado, y los acribillaron a tiros, produciendo una docena muertos y numerosos heridos, antes de suicidarse.

Terrible y todo, el hecho no es inusual en Norteamérica, donde se producen anualmente más de once mil muertes de este tipo. Y Moore, con su aspecto bonachón y desarrapado, decidido a esclarecer el episodio sangriento, se lanzó a interrogar a quien se le puso enfrente guiado por su instinto reporteril, seguido por su cameraman y con una audacia fuera de serie. El resultado es este documental insólito, premiado el año pasado en el Festival de Cannes con el Gran Premio del Jurado, y acreedor de un Oscar este año, que tiene la enorme virtud de captar la atención del público hacia un tema trascendente, eludiendo el amarillismo al que el tema parecía orientarlo irremisiblemente, añadiéndole considerables dosis de humor negro y dejando aflorar, en otras ocasiones, el humor involuntario aportado por sus entrevistados.

La violencia en la vida cotidiana

Masacre en Columbine no parece tener una estructura premeditada, sino que la indagatoria sigue un curso imprevisible, guiado por las evidencias u opiniones que se van recogiendo, saltando de un contexto a otro sin llegar a una conclusión definitiva; pero ello no hace sino incitar al espectador a plantearse el problema y a sacar sus propias conclusiones.

Así, una primera vertiente a explorar son las personalidades y el contexto familiar y social de los jóvenes asesinos. Por los testimonios recogidos nos enteramos de su estrecha amistad y su muy similar perfil psicológico: hijos de familias desintegradas, faltos de atención familiar, introvertidos, huraños en la escuela donde se les veía como excéntricos, fanáticos del cantante de rock dark Marilyn Mason , aficionados al boliche… y a las armas de fuego.

Poseedores de una bien nutrida dotación de pistolas de diversos calibres, rifles, granadas de mano, etc., dedicaron el último día de sus vidas a sus deportes favoritos: al boliche, jugando varias rondas en las primeras horas del día fatídico, y al ejercicio de su puntería en una situación extrema que, bien lo sabían, tendrían que rubricar con su propia muerte.

La comunidad se muestra estupefacta de que una cosa así sucediera en su seno ya que, a su juicio, su ciudad reúne todas las cualidades para sentirse ejemplar. Tiene un clima soleado y benigno, sus dimensiones son apropiadas, sus suburbios son cómodos y tranquilos y se ha convertido en polo de atracción laboral por su próspera economía. Los lugareños no entienden que relación pueden tener con la violencia, ni ellos ni la planta armadora de misiles que es su principal industria, de la que están tan orgullosos que le han erigido un monumento de grandes proporciones. Una industria limpia, a prueba de errores, que surte al ejército americano y a algunos países aliados. Una industria que no afecta sus buenas conciencias, ni perturba la tranquilidad de sus hijos, pues la empresa tiene la precaución de exportar sus productos mortíferos de noche. Cuando nadie puede verlos.

De la misma manera hablan de lo apacible que es el pueblo, a la vez que muestran todos los sistemas de seguridad que han instalado en sus casas, y aun los bunkers que han construido en sus sótanos, “por si acaso”. También presumen sus impresionantes arsenales privados, a los que alegan tener derecho porque su seguridad es asunto propio, y no del Estado. Pero es evidente que, aunque no lo confiesen, tienen miedo. Y a partir de aquí se va delineando un estado de ánimo nacional de inseguridad, miedo y desconfianza hacia las autoridades y hacia sus conciudadanos.

La cultura del miedo

¿A qué le tienen miedo los estadounidenses? Para decirlo sintéticamente, le tienen miedo a los otros, a los diferentes, a quienes no corresponden al prototipo W.A.S.P. ( White, american, . Su temor está manchado de racismo y xenofobia. Para ilustrar este punto, Moore acude a un dibujo animado que narra cómo, en el origen de la nación americana, están presentes el miedo y una culpabilidad no asumida: Miedo, el de los peregrinos que abandonaron Inglaterra por temor a la persecución religiosa de que eran objeto, y culpabilidad por la masacre de indígenas que efectuaron y que les permitió expandirse por todo el país. Culpa por la esclavitud y explotación de la raza negra; miedo a su resentimiento y posible venganza. Culpa por su afán intervencionista, por sus interminables incursiones armadas en el extranjero y porque el incidente de las Torres Gemelas el fatídico 11 de septiembre les dice que no pueden pretender seguir impunes por siempre.

Para refrendar el punto, Michael Moore añade los datos que aportan:

•  Un reportaje sobre la influencia de los medios, y particularmente los programas televisivos de corte amarillista, especialistas en presentar hechos violentos, donde casualmente los agresores son siempre personas de color;

•  Una investigación in situ , comparando los índices de violencia y la percepción de factores de inseguridad en los Estados Unidos y Canadá, de la que resulta que los ciudadanos canadienses no se sienten amenazados en su país, no sobreprotegen sus casas al grado de dejar permanentemente la puerta principal abierta, a cualquier hora del día y, pese a que poseen un elevado porcentaje de armas por persona, no se comparan ni de lejos con el récord mundial norteamericano: treinta y tantas víctimas anuales, frente a las once mil estadounidenses.

•  Y finalmente una entrevista con Marilyn Manson, el roquero de pinta estrafalaria, especie de travesti rodeado de parafernalia gótica y señalado como la influencia maligna sobre los dos chicos multi-asesinos de Columbine que los llevara a cometer los actos nefandos reseñados.

Contra lo que pudiera esperarse, el estrafalario cantante resulta ser el entrevistado más sensato y coherente en toda la película. No, explica, el no genera comportamientos extremos que son mostrados a manera de ejemplo a las audiencias juveniles. El simplemente rescata algo del comportamiento enfermo de la juventud norteamericana y lo ofrece al público en recitales que aspiran a llevarlo hacia la catarsis colectiva, no a la delincuencia comunitaria.

Acusaciones como las que se le hacen más bien cumplen la función de distractores de la violencia institucional , esa sí deliberada y masiva. El mismo día de los hechos sangrientos en Columbine –revela- fue el que más bombas se arrojaron sobre la población bosnia; pero el hecho fue escamoteado al público, divulgando en cambio la nota roja del día a nivel nacional, y vinculándola con un nombre famoso, como el suyo.

El culto a las armas

Las pulsiones neuróticas de la sociedad, sostiene Moore, son lo que colateralmente motiva un muy extendido culto a las armas; las cuales, como se demuestra a continuación, son fáciles de adquirir, y aún más fáciles de utilizar en su país. La demostración se hace llevando las cosas al absurdo. Moore en persona se acerca a los clubes de aficionados a las armas, a las tiendas que las venden, a las oficinas que otorgan licencia para portarlas, a los supermercados donde sin mayor trámite se puede adquirir cuantas municiones se requieran y prueba la disponibilidad al público de cualquier clase de artillería.

Mas aún, nos conduce a un banco en el que, con sólo abrir una cuenta depositando en sus arcas una cantidad mínima, premia a sus clientes obsequiándoles un rifle y permitiéndoles seleccionar el modelo de su preferencia. Y el colmo: presenta el caso de un perro doméstico al que se reforzó en su calidad de guardián del hogar, colocándole un chaleco y un rifle reglamentario, el cual desgraciadamente se le disparó resultando heridas dos personas. Lo más gracioso del asunto es la entrevista de Michael Moore, que se incluye a continuación, con dos policías que participaron en la investigación del incidente, para determinar la culpabilidad o inocencia del canino involucrado en dichos actos de violencia. Desde luego, el perro fue absuelto y se ratificó su derecho a portar armas defensivas .

Mercado de armas: interno y externo

No podía faltar el retrato de un ultra-conservador recalcitrante que opinara sobre el asunto y este resulta ser nada menos que Charlton Heston, actor retirado que viera sus mejores días en los años sesenta cuando ganó un Oscar por su participación en la segunda versión de Ben-Hur, dirigido por William Wyler. Prototipo de actor duro, ha prestado su imagen a la National Rifle Association durante muchos años, ostentándose como su Presidente, y no es casual que tanto en el caso Columbine como en muchos otros similares haga acto de presencia en las ceremonias fúnebres y realice actos públicos para deslindar el uso de armas de fuego de las fatales consecuencias de ello mismo.

Charlton HestonCínicamente, Moore se comunica con el actor retirado y le informa ser socio de la NRA , antes de solicitarle una entrevista. Ya en la lujosa mansión de Heston lo cuestiona por sorpresa y sin compasión sin que el entrevistado atine a contestar coherentemente. Finalmente, el declarante puede asentar que defiende la posesión de armas de fuego “porque la Constitución ” lo permite, sin lograr justificar los resultados violentos de todos conocidos, y luego emprende la graciosa huída, dándole la espalda a cámaras y micrófonos indiscretos. Pese a esta exposición pública al ridículo, o quizás por ello, el Presidente Bush reivindicó al actor al otorgarle la máxima condecoración civil de los Estados Unidos, la Medalla de la Libertad “por la contribución que ha hecho a favor de su país”, sin especificar cuál era ésta. Tal vez el fomento al armamentismo interno.

Por otra parte, el armamentismo externo también está presente; pues la cinta nos ofrece un panorama histórico de la intervención de la CIA en numerosos países cuya “libertad y democracia” fueron asumidas como propias, lo que condujo tanto al derrocamiento de gobiernos que no eran del agrado de Washington, como a la entrega de miles de millones de dólares a gobiernos sangrientos y opresores que sí lo eran, maniobras todas que beneficiaron en primer término a la industria armamentista estadounidense. Desfilan así por el filme la guerra de Vietnam, el derrocamiento de Allende en Chile, la imposición del Sha en Irán, las transacciones con Osama Bin Laden para derrocar el gobierno de orientación pro-soviética en Afganistán, el apoyo a Noriega y su posterior derrocamiento vinculándolo con el narcotráfico, lo que condujo a la invasión de Panamá, el bombardeo a civiles en Servia-Herzogovina y las aún recientes intervenciones militares en Afganistán e Irak. Un negocio redondo en el mercado de armas, que incluye desde misiles a simples pistolas del calibre 22 y que es, junto al narcotráfico, uno de los rubros más productivos del mundo. Y además es legal. No resulta extraño, pues, que la doble moral y el lenguaje hipócrita estén servidos.

El impacto de la verdad

Poco queda por decir, y esto es sobre el impacto que ha tenido la película ahí donde se ha exhibido. No es poca cosa que fuera distinguida en Cannes y muchos otros festivales europeos y latinoamericanos. Más sorprendente es que la generalmente conservadora Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas norteamericana la premiara con un Oscar al mejor documental 2003 y fue verdaderamente inusual que Moore aprovechara la ceremonia de entrega de premios para pronunciar un discurso verdaderamente incendiario, muy en la línea de su libro, titulado Stupid White Men. Ahí interpeló al presidente Bush con parrafadas como la siguiente:

“Vea qué nos amenaza: dos millones y medio de puestos de trabajo perdidos desde que usted subió al poder; el mercado bursátil que se ha convertido en un chiste cruel; nadie sabe si sus fondos de pensión van a existir el día de mañana; la gasolina ahora cuesta dos dólares el galón, y la lista sigue y sigue. El bombardeo de Irak no llevará a que algo de esto desaparezca. Sólo si usted desaparece mejorarán las cosas” .

Desde luego, la reacción conservadora no se hizo esperar, y lo ataques a la película se enfocaron más a la forma que al fondo de la película: Un documental que trata de la proliferación de armas de fuego en el país y la altísima tasa de homicidios y accidentes consecuente no puede ser un trabajo serio, se dijo, si introduce entrevistas con policías y ciudadanos medio orates y animaciones sobre el racismo estadounidense. Puede ser hilarante, pero carece de mérito científico, adujeron. A estos críticos se les escapaba el precedente sentado por Stanley Kubrick en su obra maestra Dr. Strangelove, o como aprendí a no preocuparme y amar la bomba o por Charles Chaplin en El Gran Dictador, toda proporción guardada.

Otros en cambio protestaron por la falta de objetividad que supone el uso de esos elementos. Un documental en el que el director aparece a cuadro y expone sus puntos de vista, o se mofa de sus entrevistados es subjetivo a rabiar, afirmaron. Por lo tanto la cinta no es un documental, sino que cae dentro de la categoría de cine de ficción. Luego entonces, había que retirarle el Oscar al mejor documental que le había sido otorgado. En este punto, el antecedente histórico cinematográfico a mano para desmentir la aseveración es El fascismo corriente, la película documental del director soviético Mijail Room, de 1954, modelo de irreverencia caústica hacia fenómenos sociológicos, en este caso el nazismo.

Pero fueron tantas las protestas que recibió el cineasta por parte de académicos reaccionarios, doblemente indignados por la crítica a sus más íntimas convicciones y por la mofa a su alter ego, Charlton Heston, que finalmente Moore devolvió el Oscar a la Academia. Bien por él.

Finalmente Michael Moore ha logrado evadir a la censura y llevar al gran público el retrato inmisericorde la caída de un gran imperio. Como dijera el crítico español Mariano Sánchez Soler, a propósito de Masacre en Columbine ( www.villena.com ): “La violencia es una hidra con mil cabezas. Grupos paramilitares fascistas, bancos que regalan rifles a quienes abran cuentas de ahorros, supermercados que venden municiones como si fueran caramelos, la filosofía de las armas en la industria del entretenimiento, la música, el cine y los medios de comunicación . . . Todas sus fauces, cada una de sus serpientes, acaban en un núcleo común, en un mismo mecanismo complejo cuyas causas son múltiples, se relacionan entre sí hasta constituir un síndrome, un conjunto de síntomas y consecuencias que para producir la enfermedad se necesitan unas a otras. El síndrome de las armas es también el síndrome de la violencia, el miedo ciudadano manejado como control político y herramienta electoral.

“Moore nos introduce en ese fenómeno. Nos conduce a través de ese laberinto y deja que nosotros, los espectadores, saquemos nuestras propias conclusiones. La hipocresía personal, el racismo, los lobbys de la venta de armas, la omnipresencia de la Asociación Nacional del Rifle, el estallido de la violencia adolescente como respuesta a la desintegración familiar y social, la muerte ajena ofrecida como un juego, como una solución, una manera de conseguir brillo social. Los hechos están ahí, para nuestra reflexión “.

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