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por Arturo Garmendia

 

Margaret ( Anne Marie Duff) asiste en compañía de su familia a una boda, en los alrededores de Dublin, Irlanda, hacia 1964. Durante la ceremonia uno de sus primos la conduce a una habitación apartada y, sin más trámite, la viola. Ella, llorosa, se lo cuenta a sus padres y su madre queda estupefacta, mientras el padre conmina a la familia a abandonar apresuradamente el lugar.

Rose (Dorothy Duff) acaba de dar a luz en el hospital. Apenas ve a su bebé por unos instantes, cuando ya su padre la presiona para regresar a casa. Su hijo, le informa, será dado en adopción. Su madre llora, pero no apoya sus súplicas de que le devuelvan a su pequeño recién nacido.

Bernadette (Nora Jane Noone) en su escuela religiosa, gusta de acercarse al enrejado que separa el recinto de la calle porque su presencia entusiasma a escolapios adolescentes que le dedican piropos más o menos soeces, pero que le confirman su núbil atractivo para el sexo opuesto. Solo que su padre, informado de la situación por el director, la saca violentamente de colegio.

Estamos en el arranque de En el nombre de Dios , película inglesa / irlandesa / escocesa de Peter Mullan, que se ha hecho de alguna reputación después de obtener el León de Oro de Venecia como mejor película de la Muestra en el año 2002. Se trata de la segunda cinta del director, también actor cinematográfico, que debutó bajo las órdenes del realizador británico Ken Loach en 1991, en la película Riff-Raff , y que destacara protagonizando Mi nombre es Joe del mismo director, en 1998, obteniendo por su trabajo la distinción del Festival de Cannes como mejor actor.

Tambien ha participado en Braveheart (1995 ) de Mel Gibson y en Traspointing de Danny Boyle (1969), pero sin duda el director inglés mencionado en primer término ha sido una influencia decisiva en su paso a la dirección cinematográfica: En el nombre de Dios es una película de denuncia social, como todas las de Loach, sólidamente construida en su estructura argumental, bien actuada a pesar de que la mayoría de los participantes no son actores profesionales (o quizás gracias a la espontaneidad de presencias frescas con empatía hacia la cámara), parca en sus comentarios, directa en sus juicios, impecable en sus conclusiones. Y polémica, sin duda, porque a quien se pone en tela de juicio es nada menos que a la Iglesia Católica.

Pecado y patriarcado

Margaret, Rose y Bernadette encarnan tres variantes de un mismo pecado, a la luz de la ideología patriarcal: el pecado de la impureza. Poco importa que el acto sexual que las mancha haya sido consentido o forzado, o incluso que sólo haya ocurrido virtualmente, como intención. El hecho es que sus padres se sienten, a la manera de los castellanos antiguos, heridos en su honra, estigmatizados ante la sociedad, afectados en lo más profundo de su amor propio y reaccionan de la misma manera: buscando el apoyo de la Santa Madre Iglesia que en Irlanda, y desde los años cuarenta, cuenta con una institución ex profeso: los asilos de la Magdalena , administrados por las Hermanas de la Misericordia. Se dice que fueron creados en 1940, y en ellos se alojaron, a lo largo de más de cincuenta años, más de 30 mil mujeres.

A un lugar como éste son enviadas por sus padres las tres adolescentes en desgracia. Junto a ellas vamos adentrándonos en los lúgubres espacios conventuales, donde un sistema cuidadosamente diseñado busca erradicar el pecado a partir de anular el cuerpo y la voluntad que lo habita.

Primero es el encierro. Como si fueran reclusas, las habitantes del convento no pueden abandonar el lugar, ni deambular dentro de él. A temprana hora son despertadas y arrancadas del lecho; conducidas al desayuno y de ahí al trabajo. En los conventos de la Magdalena , la principal actividad económica es el lavado de ropa y la división del trabajo es rigurosa: son las pupilas quienes deben entregarse, en jornadas extenuantes, a esa tarea, mientras el papel de las religiosas es vigilar y supervisar estas actividades.

Después viene el castigo: El silencio es obligatorio. Las reclusas no deben comunicarse entre sí; y cualquier protesta o violación al reglamento es castigada físicamente y/o con la segregación en celdas de castigo. La comida es escasa para las cautivas; abundante para las celadoras. A la hora del baño en común, las monjas se burlan de los cuerpos de sus cautivas, que no pueden mas que tolerar en silencio las vejaciones de que son objeto.

Finalmente está la degradación humana. Las reclusas no deben pensar por si solas. Deben olvidar a su familia, su posición en el mundo. Dejar atrás su pasado, porque ya no tienen futuro. Deberán permanecer ahí hasta el fin de sus días, presas por delitos que nunca cometieron, condenadas sin juicio, muertas en vida. Vituperadas, vejadas, maltratadas, tachadas de meretrices

The Magdalene Sisters

sin parangón alguno con la Magdalena bíblica, deben olvidarse hasta la posibilidad de su redención.

Expiación y rebelión

El filme sigue los pasos de las tres “pecadoras” que, en su camino, interactúan con otras reclusas, particularmente con Uma (Mary Murray) y Crispina (Eileen Walsh) quienes vienen a representar dos opciones dentro de la institución. El destino de Uma ilustra los límites de la rebelión en el convento: Insumisa, voluntariosa, impaciente, su confrontación con el medio es permanente. Afanosa, busca una y otra vez la oportunidad de escapar y finalmente lo consigue… solo para que, de vuelta al hogar, descubra que su padre no la perdonará nunca y estará dispuesto a regresarla a su cautiverio cuantas veces sea necesario. La golpiza que éste (interpretado por el director, Peter Mullan) le proporciona cuenta como una de las más violentas de la película.

No hay escapatoria. Poco a poco, Uma abdica de su insubordinación, y termina por aceptar lo inevitable: decide tomar los hábitos, y pasa así de contestataria a sustentadora del orden establecido.

En el polo opuesto tenemos a Crispina, sin duda el personaje más conmovedor de la película. Es una chica de pueblo, iletrada y sin muchas luces de entendimiento, madre soltera que no se explica la marginación de que es objeto, pero lo mismo la acata. Se sostiene con mansedumbre en ese mundo gracias a las visitas clandestinas de su hijo, a quien su hermana conduce periódicamente a las cercanías del convento para que pueda verlo desde lejos, y a los poderes telepáticos que atribuye a una medalla de San Cristóbal, que le permiten “comunicarse” lo mismo con sus seres queridos que con las potencias celestiales cuando requiere una mayor resignación. La pérdida de ambos recursos la sume en la desesperación, y la vista del cura que las viene a confesar teniendo ayuntamiento carnal con una habitante del convento terminan por desequilibrarla. Su rebeldía renace; y su venganza no se hace esperar: en una ceremonia religiosa pública evidencia la hipocresía del ministro, pero su denuncia se vuelve contra ella: ahora será recluida en una institución para enfermos mentales de la que ya no saldrá con vida.

The Magdalene Sisters

Rebeldía y expiación son como una serpiente que se muerde la cola: cada una conduce a la otra, y ninguna de ellas proporciona una solución satisfactoria.

A esta paradoja se añade otra, la de las propias celadoras, representadas por la Madre Superiora y la Hermana encargada de la vigilancia en la lavandería. La primera, Sor Bridget (encargada por la estupenda anciana actriz shakespereana Geraldine McEwan) rígida, despiadada, celosa de su eficiencia, sería un monstruo de egoísmo de no ser porque advertimos que en su mente no asocia el rigor de sus métodos con productos diferentes de la ansiada conversión y arrepentimiento de sus pupilas. Aficionada al cine, se sueña émula de Ingrid Bergman en esa apología monacal que fue Las Campanas de Santa María (Leo McCarey, 1944), sin advertir que sus aspiraciones de santidad se sustentan en la violación absoluta de los derechos humanos de sus encomendadas. El fin justifica los medios, parece pensar, y hay que mortificar el cuerpo para glorificar el alma.

Por lo que toca a Sor Jude (Frances Healy), se trata de una anciana campesina, acogida en el convento en su juventud por una maternidad ilícita, como tantas otras, que se ha introyectado al convento como a su hogar y a las otras monjas como sus hermanas, sin advertir que en realidad se le utiliza y se le desprecia tanto como a las reclusas que se encarga de celar.

Pareciera, por estos ejemplos, que el autor del filme quisiera explicar la paradoja mayor de la historia: Cómo, en el nombre de Dios , pudieron cometerse tantos crímenes de lesa humanidad…

¿Diatriba o denostación?

Sin embargo, tal y como se desarrolla la película, esta explicación no llega a darse. La narración de corte casi documental que elige Mullan (reseña objetiva de los hechos) no da pie a hacer comentarios externos a los mismos (o por lo menos no en el sentido de su interpretación) y la cámara en vano se detiene ante los rostros de los personajes, como interrogándolos sobre su situación, pues los propios personajes carecen de una explicación sobre ella. Las cosas son así, parecen asumir, porque tradicionalmente han sido así y nadie puede hacer nada al respecto.

Como en otras películas basadas en hechos reales, la cinta tiene un colofón en donde se nos informa del destino de cada uno de los personajes y , en este caso particularmente del de la Institución : los Conventos de la Magdalena cerraron definitivamente en 1996, y la Iglesia Católica nunca reconoció su error al mantenerlos, ni pidió perdón a sus feligreses irlandeses por los actos cometidos.

En estas condiciones, la cinta no puede ir más allá en el análisis de los problemas presentados, y debe resignarse a ser una diatriba en contra de la institución religiosa, justificada y atendible, sin duda, pero carente de verdadera fuerza crítica.

Era necesario ir más allá de la mera denuncia, y Peter Mullan seguramente estaba conciente de ello cuando, en el Festival de Cannes que lo premió declaró: “El filme no es solamente sobre cómo la Iglesia Católica reprimió a muchas jóvenes en Irlanda, sino sobre cualquier religión que piense que tiene derecho a coartar la libertad de las mujeres”. Falso: el filme es concretamente la denuncia de un caso específico y no tiene la capacidad de extrapolar esta situación a todas las iglesias y mucho menos a todas las religiones.

Y sin embargo, la raíz del problema se encuentra presente y visible en la película pero, como sucede en la realidad, es soslayado porque se encuentra arraigada en la mentalidad dominante, en Irlanda y en todo el mundo: La ideología patriarcal, el machismo, que considera a las mujeres como objetos de uso, sin voluntad, razón y autonomía. Son los padres (los machos) quienes se acogen a la “protección” de la Iglesia cuando consideran su honra manchada, y son los curas (esos patriarcas religiosos) quienes canalizan a las “pecadoras” a los conventos que administran esos entes de segundo grado, las monjas, para su “regeneración”.

Es tan claro como que, en la película, quien decide que la expiación es suficiente y puede conceder el perdón y autorizar la liberación de las reclusas es el propio padre biológico.

En este sentido tiene razón el Vaticano cuando a la salida de la película la combatió, aduciendo farisaicamente que se trataba de una denostación en contra de la Iglesia Católica. Un recurso hipócrita, es cierto, pero que también apunta a la necesidad de replantear el problema de otra manera.

Desde nuestro punto de vista, la emancipación de las mujeres pasa por la supresión de la ideología patriarcal y el reconocimiento pleno de sus derechos humanos, dentro y fuera de las iglesias, en toda la sociedad; y no suprimiendo las religiones, como parecen apuntar películas anticlericales como ésta, a la que sin embargo hay que reconocer sus valores dramáticos y humanos, y la valentía de abordar temas que requieren una mayor y muy seria discusión.

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