por Arturo Garmendia

Una de las cintas triunfadoras en la pasada entrega de los premios Oscar fue El pianista, del director polaco Roman Polanski, que se alzó con las preseas para el mejor director, mejor actor (Adrien Brody) y mejor adaptación cinematográfica (Ronald Harwood). Antes de esto, obtuvo la Palma de Oro como mejor película en el Festival de Cannes de año pasado. Sin duda, se trata de reconocimientos justos a la calidad del filme, un extraordinario recuento de las penalidades de un pianista judío que escapa del holocausto, no sin intensos sufrimientos, en la Polonia invadida por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
La historia refleja en alguna medida la vida del propio Polanski, que ha estado marcada por horribles acontecimientos. Como su protagonista, a la llegada de los nazis a Polonia en 1939 fue recluido con sus padres en el ghetto de Cracovia; y en 1941, una vez que sus familiares fueron deportados a los campos de concentración, el joven Polanski pasó de una familia a otra hasta que se vio obligado a ver por si mismo, como miembro de una pandilla callejera. Posteriormente estuvo expuesto al clima represivo de la dominación soviética hasta 1956, y después vivió las purgas estalinistas.
Como resultado de estas experiencias traumáticas Polanski quedó, en sus propias palabras, “permanentemente escéptico ante la febril y fútil retórica de la ideología política” * Puesto que tampoco tiene convicciones religiosas, confiesa que “solo tiene fe en el absurdo”. Tragedias posteriores, como el brutal asesinato sin sentido de su entonces encinta esposa, la actriz Sharon Tate, a manos de la secta “satánica” de Charles Manson, en 1969; y su huída de Estados Unidos en medio del juicio que se le seguía por violación de una adolescente, ahondaron en él esa su peculiar percepción del mundo como una entidad hostil y sin sentido, que disloca la vida y oprime a la gente inocente, llegando incluso a convertir a las víctimas, insensiblemente, en verdugos y victimarios. De esta perversa dinámica hay evidencia en muchas de sus películas; y El pianista, concretamente, es un ejemplo de esta desencantada visión de la condición humana.
Para la familia Szpillman, la pesadilla que los aniquilará empieza con una discusión absurda, en la que participan todos sus miembros: el gobierno de ocupación nazi ha decretado que ningún judío puede excederse en la posesión de determinada cantidad de dinero, y como ellos rebasan ese tope deben esconderlo. Cada uno propone un sitio y aún el protagonista sugiere dejarlo encima de la mesa, cubierto sólo por un periódico. A la vista de lo que sucederá a continuación tanto vale esa solución como las otras: su mundo ha empezado a resquebrajarse y ya no habrá lugar seguro para esconder nada ni a nadie.
La escalada de acontecimientos nefastos dota a la primera parte de la película de una atmósfera ominosa, en la que la dosificación de la violencia va de lo “tolerable” a lo insufrible; pero para cuando se llega a ese último punto ya no es posible volver atrás. Los judíos son obligados a portar brazaletes con estrellas de David a manera de estigmas; a dejar el trabajo; a humillarse ante los oficiales nazis; a caminar no por la acera, sino por la calle; a abandonar su hogar para ser recluidos en el ghetto de Cracovia; a contemplar como se clausuran los accesos a su estrecho habitat; a vender su mobiliario y pertenencias para tener algo que llevarse a la boca, y finalmente a ser deportados a los campos de exterminio, convertidos ya en guiñapos humanos, desprovistos de voluntad y valor. De hecho, son ya muertos en vida.
Se alegará que todo esto lo hemos visto ya en el cine, una y otra vez. Es cierto: de Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945) a La lista de Schindler (Spielberg, 1993) las atrocidades nazis se han vuelto lugar común. Sin embargo, lo que tiene de novedoso y por lo tanto impactante El pianista es que, en la visión de Polanski, la dimensión ideológica no existe. Las disposiciones que afectan a los judíos vienen de arriba, sin justificación ni explicación alguna. Al entrar en el ghetto se han instalado en el reino de la arbitrariedad. Ahí, basta con que un par de guardias aburridos decida organizar un baile callejero para que se improvise de inmediato una danza macabra en la que participan mendigos y tullidos, hambrientos y desahuciados.
– – – – – – – – –
* Todas las citas de Roman Polanski utilizadas en este artículo provienen de su autobiografía, titulada simplemente Roman , y publicada por la editorial Morrow en Nueva York, 1984.

Pero al no hacer Polanski explícita su posición ideológica, la definición moral de sus personajes se hace sumamente ambigua y sus comportamientos no pueden ser más paradójicos.
Los habitantes del ghetto, sometidos como lo están a presiones fuera de su control, reaccionan de maneras imprevistas y aun contradictorias, por lo que no es posible catalogarlos en cartabones pre-establecidos, ni hacer un juicio definitivo sobre ellos. Por ejemplo, el joven que viene a pedir a los hermanos Szpillman que se le unan en la milicia judía que colabora con los nazis para mantener el “orden” en el ghetto, ciertamente detiene al hermano de Wladislaw, el protagonista; pero más tarde lo libera; y si bien contribuye a enviar a la familia a un campo de concentración, a última hora permite que Wladislaw se escape. Ni héroes ni villanos: simplemente seres humanos, juguetes de un caprichoso destino en el que nada tiene sentido. Esto es más evidente en la tercera parte de la cinta, que narra la sobrevivencia del protagonista en la Varsovia asediada por el Ejército Rojo. Entre quienes lo ayudan se encuentra un traficante del mercado negro y su enamorada de juventud, ahora encinta y respetablemente casada con un próspero ¿funcionario o empresario? adepto al régimen invasor.
Por si faltaran pruebas de este relativismo moral, la participación del oficial nazi que precipita el desenlace del filme es suficiente. Pero además, en el encuentro del pianista con este militar está la clave del filme. Preguntémonos ¿Cómo es que un joven como éste: delgado, apacible, de perpetua mirada doliente sobrevive a tantas miserias ?. Hacia el final de la película, con barba y el pelo largo ha adquirido un aspecto Crístico pero, como sabemos, Polanski no es creyente y en su filme no hay ni un rastro de religión.
El pianista es simplemente eso: un músico; pero eso hace toda la diferencia. Anodino como persona, en él encarnan los valores de la cultura y la civilización. Un artista es aquel que permite a los hombres vislumbrar otro mundo posible, lejos del absurdo, del sin sentido y la desesperación. O, dicho de otro modo, él es quien le da sentido, orden y trascendencia al mundo. El no es el Salvador, porque nada puede hacer para evitar la catástrofe del mundo, sino quien debe ser salvado del caos y la desintegración. No hay que olvidar que, tras vagabundear en las calles, un Polanski desaliñado y hambriento encontró su camino en la vida integrándose, aún adolescente, a una compañía teatral que lo aceptó como actor. “Necesitaba toda la fantasía que pudiera conseguir -escribió- simplemente para sobrevivir”.
Resta aún por decir lo admirable que es una cinta que, con una trama más bien escueta y un personaje pasivo, que casi siempre se encuentra aislado en sucesivos escondrijos, en los que no tiene con quien interactuar, mantenga vivo el interés del espectador a lo largo de dos horas y media.
Parte del mérito es del actor protagónico, Adrien Brody, quien con una gran economía de medios ofrece una interpretación tensa, vibrante y empática. Otra aportación destacada es la del guionista, que supo construir una estructura dramática fluída, exenta de sentimentalismo pero no de emoción.
Pero el toque maestro es indiscutiblemente de Polanski. El mismo ha declarado: “El cine es, por encima de todas las cosas, atmósfera. Eso es lo que le da personalidad a una película”. Y esa atmósfera no se consigue sino trabajando a partir de los más pequeños detalles: acuciosa, metódica, amorosamente, el director acompaña a su personaje en sus claustrofóbicos tiempos muertos, y descubre aquí y allá gestos, miradas, movimientos casi imperceptibles que nos comunican, mejor aún que las expresiones verbales, situaciones y sensaciones que nos remiten lo mismo al nivel de las necesidades más elementales (Wladislaw examinando alacenas o bebiendo del cubo de agua del trapeador) a las más elevadas (Wladislaw escondido, imposibilitado de hacer ruido, simulando que toca un piano tras años de no hacerlo), pasando por las más desesperadas (cuando ensaya un salto a través de la ventana, pensando en que ha llegado el momento del suicidio).
Pero a la vez que nos sumerge en la subjetividad del personaje, Polanski no permite que nos olvidemos de lo que sucede en el contexto histórico, de la manera más sutil posible: A través de subtítulos señala con parquedad fechas y acontecimientos claves y, como un leit motiv macabro desliza en los diálogos una condensada dimensión de la tragedia: de los 600 mil judíos que habitaban Varsovia en el momento de la ocupación sobrevive menos de un 10 por ciento en el momento de la liberación. Así, la línea que traza entre lo individual y lo colectivo histórico es casi imperceptible.
La mejor manera de “leer” El pianista sería que el espectador no la considerara únicamente como una obra de ficción, aislada del contexto histórico en que fue creada, sino que su visión le suscitara la referencia inmediata al conflicto bélico en Irak: ¿a qué nuevos y sofisticados horrores está siendo sometida su población civil? ¿Y en nombre de qué Dios y cuales principios humanitarios? El genocidio no tiene justificación alguna. Oponerse a la guerra, por todos los medios posibles, es lo mínimo que podemos hacer.

[email protected]

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here