Por: Maru Luarca
Twitter: @lady_micu

Largas trenzas rojas es mi flashback más lúcido.

Grandes ojos verdes y la palabra anestesia.

Una madre haciendo reclamos estériles a la muerte.

 

En esa habitación las paredes eran verdes. Recuerdo ese pueblo como un sitio de paredes aceitunadas. Verde-carnicería, decía mi mamá con un sarcasmo que estoy segura jamás notó. Era la única habitación de ese color. Me dejaban jugar con la brocha y cada pared de mi hospital-casa tenía colores distintos. Caminos cruzados en los muros que a más de algún enfermo le habrán parecido premonitorios o acusadores, mínimo extraños.

 

A un costado de la cama: ella. Once como yo; cabello grueso como llama del bosque; rizos rebeldes hasta la cintura; un camisón como un río de minúsculas flores rojas; el ventilador con un zumbido que ya nadie escucha.

 

Cirugía, escuché. Mi papá explicando. La madre asintiendo. El miedo se le escapa por los ojos. Las madres siempre saben, aprendí después. Ella sabía. Mis ojos y los ojos verdes se cruzaron fugazmente. La niña sonrió, yo no. Los pacientes me eran foráneos, elementos del tablero. Outsiders. 

Caminé hacia el jardín y la olvidé.

 

Una bandeja de desayuno y la orden expresa de mi madre para ayudar a servirlos en las habitaciones. Obedecí y ahí estaba, llevándole avena a la niña roja. Sonrió de nuevo. Correspondí con una mueca. 

Mañana me operan dijo con voz alegre. 
Como si fuera fiesta me dije.

 

Regresé esa tarde con algunas muñecas viejas y un peine. Hablamos hasta que llegó la noche de la parcela, del pozo, del niño que le jala la trenza, de los árboles con fruta, del espanto en el río, de la vieja que cura el susto. Nunca de enfermedad. Menos de muerte.

 

Mañana me operan repitió sonriente. 
Mañana vuelvo sonreí de vuelta.

 

El instrumental estéril en la mesilla de sala. El set montado. Voy al camerino a traer a la estrella. Te peino, le dije. Dos largas trenzas rojas como columnas que sostienen la nube en su cabeza. El cabello grueso dejándose urdir. Más charla, más risas. La madre la besa amorosa en la frente. Al volver te cuento del duende, me dijo cuando salía la camilla por la puerta. 

La olvidé de nuevo mientras comía mangos.

 

Un lamento largo como un aullido cortó la mañana. El corazón me dio un vuelco. La ventana del quirófano me dejó verla. Cetrina, los ojos verdes fijos al cielo. Las trenzas de fuego languideciendo hasta el suelo. La madre, vencida, golpeando el pecho de mi papá, mientras él la guardaba en un abrazo. Su figura pequeña como todas las veces que perdía la batalla y quería volver al estuche de su propio corazón. Mi cuerpo una cámara helada. Caminé a la que había sido su habitación con un mar en las mejillas. Guardé las muñecas y el peine. 

Y jamás la olvidé.

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