Por: Carlos LM

Twitter: @bigmaud

Probablemente cansados de que pasara tantas horas en casa, mis padres decidieron inscribirme a clases de pintura. Tenía once años. La noticia me perturbó; el horario de la clase coincidía con una de mis caricaturas favoritas: Slam Dunk. Cuando lo supe, lloré a mares. A esa edad todavía tenía licencia de hacer el ridículo. Desde entonces, como buen espíritu indómito, lo he hecho fuera de la ley.

No quiero ir, les dije entre lágrimas. Tengo que ver la tele. No sé dibujar, mucho menos pintar. Por favor, no me exhiban ante esos esnobs de la casa de cultura. Los he visto, se burlarán de mí. No tengo nombre de artista, nací para para vender almohadas. Ahorren dinero, piensen en todo lo que tendrán que gastar por empeñarse en estimular mi desarrollo humano. Puedo quedarme en casa, a cambio solo pido un paquete de palomitas para microondas. Saldrá más barato que cualquier caballete o lienzo que puedan imaginar.

De nada sirvió. El primer día fui llevado a rastras. Dejé de ofrecer resistencia a una cuadra del lugar, cuando vi que había muchas niñas bonitas por ahí. Era inconveniente que vieran mis lágrimas.  Nadie se enamora de un niño berrinchudo. Guardé la compostura. Con aire digno, le dije a mi madre que era suficiente, que entraría a la clase para emular los árboles felices de Bob Ross, aquel simpático hombre que precedía las transmisiones de las aventuras de Pingu

La primera clase fue fenomenal. El profesor fue amable, los otros niños eran menos amargos que los de mi escuela. Aprendí que el óleo no era una pomada para la urticaria y que en la mezcla del rojo con el negro, el negro salía victorioso.

El resto del año lo pasé arruinando lienzos. No sabes dibujar, me dijo el maestro, ese es tu problema. ¿Era yo el culpable? En el jardín de niños no me enseñaron lo suficiente. El plan de estudios hacía demasiado énfasis en el moldeado de plastilina y las bolitas de papel crepé, por lo que jamás supe dibujar un árbol con propiedad. Era lógico que el diseño de una columna quedara fuera de mi alcance, por no mencionar el trazo de un cuerpo humano.

Le dije al profesor que me enfocaría en las figuras amorfas, mi gran especialidad. Igual tenía sus inconvenientes. En repetidas ocasiones tuve que aclarar confusiones. Un ejemplo  fue el día en que pinté un submarino que el profesor creyó una manzana, o aquel retrato humano que, en una muestra de desequilibrio mental, calificó de “porta cds”.

Sin importar que yo lo pasara de maravilla, otros decepcionados fueron mis padres. Confirmaron lo que yo les había advertido desde el principio: que no era un artista. Se despidieron de su sueño, vieron cómo la inversión de las clases jamás daría frutos convertidos en pinturas que podrían vender en miles de dólares. Lo único que su hijo tenía en común con Van Gogh era  que ambos tenían pestañas.

Todos mis trabajos, excepto uno, se perdieron en una mudanza. El único sobreviviente está ahora en el cuarto de los cachivaches donde cumple la heroica tarea de cubrir una mancha de humedad. Así se resume mi obra artística: mejor que una mancha de humedad, peor que todo lo demás.

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