Por Bibiana Faulkner
Twitter: @hartatedemi

 

Escribiendo, que es gerundio. Y que además de perder la razón, es todo lo que sé hacer.

 

A veces creo que tengo mucho de qué escribir. Sucede que cuando lo digo para mis adentros suena perfecto, pero cuando lo escribo ya todo es distinto, ya no me gusta, ya no se lee como lo escuché, y ya no lo quiero.

 

A partir de ese momento comienza mi algarabía interior:

 

—¿Pero qué escribo?

—No sé, te gusta la música clásica, ¿no? Ahí tienes algo.

 

La verdad era que no tengo nada porque lo único que se me ocurre pensar es que me gustan los sonetos para piano de Beethoven, las French Suites de Bach, que cuando escucho a Mahler siento como si me hiciera llorar, pero no lloro, y que me encanta la curvatura de tu espalda cuando tienes un orgasmo; que también tengo ganas de escribir aquella tarde con un violonchelista al que le pregunté que si me enseñaba a escuchar música y me dijo que no, pero no sé cómo darle vida a la historia, entonces no; que me hace falta apreciar el silencio para entender el 4’33’’ de John Cage.

 

—Bien, antes escribías de política, ¿no?

 

Sí, antes, pero ahora solo se me ocurre que eres la guerra menos santa que ha pasado por aquí.

 

            —Ya, entonces sobre mar, estaciones del año, de andenes, sobre el sol.

 

Entonces vuelvo a arriesgarme a que nada tenga sentido. La Teoría de la Dependencia, el sol callado de septiembre, la mujer que tenía al mar y al cielo custodiando sus pupilas, el andén al que nunca llegaste, el músico que no sabía mentir, el último libro que leí, los corazones que crujen como hojas en otoño, perder la razón —sabiendo que es lo mejor que sé hacer—, pero que si es por ti, entonces todo tenga sentido.

 

 

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