Por Yovana Alamilla

Twitter: @yovainila

 

Por alguna extraña razón nos gusta preocuparnos por el futuro, adivinar qué pasará y nos cuesta dejar las cosas fluir.

Estos últimos días han sido de los más cansados –emocionalmente–, tristes, y largos que he tenido desde hace mucho tiempo.

Todo comenzó el 14 de febrero. Las bebidas alcohólicas y el celular en la mano no deberían combinarse nunca, pero la fiesta y el valor que te da el alcohol en la sangre hacen que tu buen juicio se vaya de paseo y te deje cocinando con las luces apagadas. Era lógico: las cosas no saldrían bien.

Y no me siento tonta, sé que no soy la única que le ha llamado al fulanito de tal para confesarle que sus sospechas eran ciertas y que sí está enamorada de él.

«Algún día debía pasar», pensé después de colgar. Inocente de mí, no tenía idea de que la bolita de nieve que aventé a las casi dos de la mañana se haría gigantesca y terminaría aplastándome.

Dos días después hablé con el fulanito y, entre argumentos válidos –y otros no tanto–, concluimos que debíamos de alejarnos. «Porque no podemos estar juntos aunque queramos», decía él. «Ajá, ajá», decía yo.

No me había sentido tan triste en años. Y nunca había entendido por qué las protagonistas de las comedias románticas dejan de comer cuando el chico las abandonaba, se me hacía una ridiculez hasta que descubrí que si tienes roto el corazón, puedes sobrevivir tres días con medio vaso de gelatina de limón y una galleta en el estómago, sin tener hambre. Lloré muchísimo, pero sin el helado, ni siquiera me acordé del helado.

Estaba tan mal que solo élpodía componerme. Y eso hizo.

Volvimos a hablar y… no, no estamos juntos –no los culpo, yo también quisiera que así fuera– y no, quizá no vamos a estarlo nunca. Pero ya lloré lo suficiente como para darme cuenta de que las cosas pasarán si tienen que pasar y no pasarán si no tienen que hacerlo. Puedo vivir tranquila porque sé que él está consciente de cuánto lo quiero y con escuchar que él también a mí –porque llámenme tonta, le creo–.

A veces lloras tanto que se te acaban las lágrimas, como a mí. Ahora solo me queda una respuesta de la bola 8 de mi hermano y una esperanza dentro de una cajita de cristal. Y es de cristal porque aunque no me gustaría que se rompiera, ni modo, quizá sí lo haga.

 

 

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