Por Mayra Carrera

Twitter: @Advanita

 

LIBERTÉ

CHAPTER I

A: Rüfüs Kluge

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

Fotografía original de Rufuskluge

 

 

Regresé de Alaska cansado de trabajar, cansado de todo. Decidí tomar un vuelo a Europa solo de ida, salí del aeropuerto con mi boleto en mano –que no solo era un boleto– era mi pase directo a la libertad, mi destino: París. Cuando aterricé creí que al instante de bajarme del avión alguien estaría esperándome con los brazos abiertos; crucé la puerta y, no… no había nadie.

 

Mi amiga me dejó completamente abandonado en medio de todo; creo que le marqué como 40 veces y comencé a desesperarme porque no me respondía. Cansado de esperarla, me puse a dar vueltas por todo el lugar, no entendía ni una sola palabra del idioma, me dejaba guiar por los íconos; después de 4 largas horas por fin apareció y tomamos el primer taxi que encontramos. Ella comenzó a hablar en francés y yo a contar ovejas; me quedé profundamente dormido y cuando desperté, estaba el taxi justo afuera de mi hotel.

 

Me bajé, tomé mi maleta y sentí el clima perfecto rozar mi piel: estaba lloviendo, nublado; me sentía tan cómodo, tan bien, tan en paz. Inmediatamente entré a mi habitación que estaba en el quinto piso, cerré mis ojos, me quedé dormido y desperté a las 2 de la mañana, me di un baño, me vestí y salí. Seguía lloviendo, no soy de los que se cuida de la lluvia, soy de los que la disfruta; vi una luz al fondo del callejón: era un restaurante, me senté y ordené no se qué cosa de la carta, comí, pedí unos cigarros, la cuenta y me fui. Seguí caminando en medio de la oscuridad, no sentía miedo, estaba disfrutando el estar solo, lejos de casa, en otra ciudad; tomé un taxi y el tipo sabía inglés así que le pedí me llevara a un bar. Me dejó en una avenida solitaria, escuchaba la música mas no veía nada y mientras caminaba descubrí que la música venía de abajo; vi un par de mujeres hermosas entrar como a un subterráneo, las seguí.

 

Después de bajar como 25 escalones entré al bar y al fin estaba en el paraíso. Llegué a la barra, pedí la cerveza de la casa, entré a la pista y bailé por una hora. Entré al área de fumadores que para mí fue el máximo confort: las mujeres eran hermosas, me sonreían, me hablaban y yo solo sonreía como estúpido, ¿qué más podía hacer? ¡Maldito idioma! Después de muchos tragos pedí la cuenta y en mi mente solo existía un pensamiento: “Aquí soy feliz”; no quería que la noche terminara, pero dieron las 6 am y tenía que regresar a mi hotel; me esperaba un largo día para recorrer París, quería empaparme de esa ciudad: olerla, amarla, sentirla solo mía. En cada paso que daba quería traerme un pedazo de aquella ciudad a la que recién estaba conociendo, no importaba la lluvia o cuán ebrio me sentía, estaba simplemente… viviendo.

 

Regresé a mi habitación de hotel; antes les había comprado a unos turcos una botella de tinto, lo destapé y mientras el sabor amargo y seco se revolvía en mi boca, aprecié desde mi balcón La Torre Eiffel. No pude mas que pensar que todo aquello era una belleza y para mí solo. No quería dormir, me negaba a hacerlo, pero ahogado en alcohol caí rendido, me había quedado profundamente dormido, pero también profundamente enamorado de París.

 

A la mañana siguiente me di un baño, tomé mi cajetilla de cigarros y salí; mi amiga me esperaba afuera, tomamos un taxi que nos llevó a casa de algunos de sus amigos. Mientras el taxista manejaba yo no dejaba de apreciar por la ventana la gran ciudad: carros tan compactos, calles subterráneas, mujeres hermosas alrededor, el clima perfecto, cada detalle que miraba era sublime; de pronto el taxi se detuvo afuera de un gran edificio de unos apartamentos muy lujosos, subimos al piso más alto y con una gran sonrisa nos recibieron sus amigos franceses. ¡Qué personas tan más agradables! Sin conocerme siquiera estaban recibiéndome como si me conocieran de toda la vida. Yo no sabía mucho de ellos, lo único que era un matrimonio y el mejor amigo de ellos era director de películas porno, ¡vaya combinación! Yo, un simple pescador retirado, recién llegado del Polo Norte a París que de pronto estaba con esa gente sin tema de conversación, ellos ponían de su parte hablando en inglés para mí y yo trataba de sacar algún tema, pero de pronto me salvó la invitación a probar «foie de pato», además de una extensa gama de vinos; luego llegó el plato fuerte «coq au vin». Después de darle gusto a mi paladar me puse a pensar en la vida perfecta de estos tipos y que yo estaba ahí, con ellos, en su casa; me sentía como si estuviese viviendo un sueño.

 

Esos pequeños momentos, apenas instantes, por más insignificantes que sean son los que le dan sentido a tu vida y yo estaba en un clímax. Conocí a dos mujeres, ambas actrices porno y, al final de la noche, una de ellas se ofreció a llevarme a mi hotel. Mi respuesta inmediata fue: “¡Sí, por favor!”; mi amiga se quedó con el grupo, yo iba ebrio –para variar– pero, ¿podría estar de otra forma? Me despedí y salimos de ahí. Esa mujer manejaba tan rápido que de pronto sentí miedo, pero al verle las piernas y su exquisito escote, el miedo se me quitó. Al detenernos en un semáforo volteé a mi derecha y ahí estaba ella tan perfecta, hermosa, iluminada: La Torre Eiffel; le pregunté a la chica: “¿Vienes conmigo?”, y ella me extendió su mano.

 

Comenzamos a correr como locos, no nos detuvimos ni por un instante, y al fin llegamos a ella, era casi la una de la mañana. Había personas sentadas en el césped y de pronto apareció un sujeto a venderme vino; le compré tres botellas, ¡qué importa, estoy en París, en La Torre Eiffel, con una mujer; que se joda el mundo estoy tan feliz!

 

Destapé la primer botella y, como soy un caballero, le ofrecí el primer trago a mi acompañante. Ella aceptó. No teníamos vasos ni copas pero qué importaba, lo tomamos directo como si fuese tequila; ella solo quería divertirse, yo solo quería compañía, así que bebimos dos botellas de vino, abrí la tercera y comenzamos a caminar hasta mi hotel. Llegamos y ella entró conmigo; la miré, quería dejarme querer por un instante, la tomé de la cintura y le arranqué el vestido en un segundo, la desesperación me había vencido, besé sus párpados, su nariz, sus labios, sus hombros, toda su espalda; deslicé mis dedos por entre sus piernas, su acento estaba enloqueciéndome de placer; mordí sus senos, sus labios, su cuello; no quería que ese momento se acabara, estaba teniendo mi primer orgía: la luz de la luna que entraba por el balcón, La Torre Eiffel, ella y yo.

 

Esa mañana desperté muy temprano y recordé que era mi última noche en París; el lado de mi cama estaba vacío, en mi buró había una nota que decía «merci de me ramener à la vie» (gracias por devolverme a la vida), sonreí aunque mi corazón lo había dejado en América y acá solo cargaba migajas, trataba de ser feliz, sonreír y vivir con esos pequeños pedazos.

 

Salí del hotel, caminé hasta el metro, ¡jamás había abordado uno! No tenía ni la más remota idea de cómo funcionaban, llegué a la taquilla y compré un boleto de 24 horas, tomé un mapa y subí, me tomó tiempo comprenderlo, pero al fin lo logré. Me dejó en un área turística, una de las más importantes: la Saint-Michel justo donde está la Iglesia de Notre Dame. En este punto quedé sorprendido, yo la imaginaba grande e imponente, pero era muy pequeña, sus acabados eran perfectos. Seguí caminando hasta llegar a Jardines de las Tullerías; debo reconocer que soy pésimo en historia, pero cuando vi ese triángulo de vidrio supe que era el Museo de Louvre; el lugar era hermoso, estaba repleto de turistas –y de mujeres–, era muy normal ver y encontrar mujeres por doquier, y aunque no recuerdo que alguna me mirase a los ojos, yo sí las miraba a ellas, quería probarlas con mi mirada, era un bufete visual exquisito todo aquello.

 

Regresé a Trocadero (que es donde se encuentra La Torre Eiffel), tomé la fila para subirla, quería apreciar todo París, quería llevarme un retrato de ella impregnado en mis pupilas. Subí al primer piso, pero no me bastó, subí al segundo, hacía viento, estaba a cientos de pies de altura, todo era hermoso hacia donde volteara; en la cima había un pequeño bar, compré una copa de champagne y brindé por mí, por mis sueños… por ella. Llegó el momento de bajar, yo tenía dos opciones: bajar por el elevador o por las escaleras, pero como soy un tipo desesperado no quise esperar la fila del elevador y comencé a bajar, iba corriendo de regreso, conté los escalones: 1600, quizá eran más, no lo sé, llegué abajo rendido, cansado, con el corazón saltándome, el pecho se me movía de felicidad, de exaltación, que sé yo.

 

Me senté en el pasto y encendí un cigarro, lo disfruté; sentía el placer invadir mi cuerpo, era tanta la belleza que yo me sentía embriagado del ambiente de esa gran torre, la miraba detenidamente, despacio, con delicadeza, con admiración; sabía que quizá no volvería a verla, la aprecié por horas. Cayó la noche y volví a comprar otra botella de vino; mientras bebía se me acercó una mujer, era de Puerto Rico, tenía un acento curioso, comenzó a contarme su vida y yo a reservarme la mía. La pasé bien. A veces es bueno solo escuchar a los demás y callar. Me levanté y me despedí de ella como si fuera a volver a verla, aunque yo estaba seguro de que no, fue como un “nos vemos pronto” que en realidad era un “cuídate en la vida que yo cuidaré de la mía”.

 

Caminé hasta mi hotel, eran las 5 am. Mi tren salía a las 6 am, apenas si me daba tiempo de empacar mi maleta; mi cuerpo quería descansar pero mis ganas de seguir la aventura no, así que salí del hotel a las 5:45 am. Para variar, el ascensor no estaba funcionando: ¡Maldita sea, perderé el tren! Tomé las escaleras y el sujeto del taxi ya esperaba por mí, me dejó exactamente a las 6 am. Corrí como loco hasta llegar al vagón, el tren comenzó a avanzar lentamente, azoté mi maleta contra la puerta y en dos segundos ya estaba arriba, ¡qué estrés! Tomé mi asiento, respiré profundo, cerré mis ojos, pensé en ella, en mí, en todo, me quedé dormido…

 

Mi siguiente parada: Roma, Italia.

 

Continuará…

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