Ten, nuestra historia
Por Bibiana Faulkner

Cansada de nadar en tus palabras sin saber nadar, me siento fuerte al descubrir mi poderoso instinto de supervivencia.

«El sauce llorón es un hermoso árbol que tal vez soñaba con ser humano». Recuerdo haberme enamorado de ella cuando la escuché decirme aquello, abriendo una conversación que duró lo que duramos juntas. Atardecía y el Sol se reventaba en la gran fuente de aquél parque; yo dibujaba un sauce mientras ella contemplaba todo a mis espaldas. Ella pudo haberse ido y yo jamás lo hubiera notado, pero se quedó como se quedó el sauce en la hoja.

Zania era el modelo perfecto de una mujer perfecta; y mis manos el molde perfecto para el tamaño de sus besos, para la sutileza de su cintura, para la delicadeza de sus pechos y para todo lo demás. Yo la amaba, le creía y le entregaba mi vida aun cuando las ciudades callaban; le escribía cartas hinchadas de besos, notas y silencios. Yo le pertenecía.

Ahora, tres años después, tres vueltas de la tierra alrededor del Sol, estábamos Zania y yo sentadas en el piso del séptimo andén esperando un tren que me alejaría de nuestra casa, del color predilecto de nuestra alcoba, de nuestros jueves repletos de ufanas orquídeas moradas, de ella.

No podía quedarme y no sabía si quería, ¿debía? No tenía claro por qué partía, pero tampoco tenía clara mi estadía, entonces no tenía sentido, ¿lo tenía?
Zania lucía un vestido blanco, no tan blanco como las nubes, pero digno del viento y apenas de su piel. Yo, yo me sentía débil. Ella estalló primero:

—¿Tienes miedo?
—De no volver a verte.
—¿De verdad crees eso posible? Este planeta es pequeñísimo, lo nuestro grandísimo.
—¿Entonces por qué no saltas y me dices que no me vaya, que no te deje, que no nos abandone?
—No sé cómo hacerlo, Amanda.

Zania y Amanda. Ahora también todas las letras del abecedario nos separaban, ¿o nos unían?

Subí al tren, me alejé buscándola y aún sin creer que entonces solo poseía algo menos que su aroma, pedía sin saber bien por qué, que fuese guardada para mí, lo pedía reventándole gritos al cielo, a los malos poemas, a las flores de tantos colores, al maldito tiempo y todo lo demás.

Aquél periplo mental me había vuelto sorda quizá los últimos cuarenta minutos hasta que desperté con su ronca voz: «Si escribes la historia que te has imaginado, que sea ficción, que sea en otro planeta, en otro espacio, porque en la Tierra jamás te dejaría».

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