Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita

 

LIBERTÉ

CHAPTER IV

A: Rüfüs Kluge

 

 

Despierto. Salimos a caminar mi amiga y yo por la mañana –ya que su apartamento es muy céntrico–; hay un enorme parque cerca, tiendas, fuentes de agua y mucha gente realizando sus compras del día. Llegué a un cajero y retiré 20 euros para ir a comprar cigarros, necesitaba su humo –mi vicio– y, mientras fumaba, mi amiga me dijo que la acompañara de compras; yo con gusto acepté, ella quería comprarle ropa a sus familiares, pero yo no entiendo cómo es que las mujeres pasan horas y horas viendo ropa sin decidirse, luego se deciden, luego se arrepienten y así se me fueron 10 horas: que si el vestido morado combina con el suéter amarillo, o que si la falda roja es muy corta, o que si la blusa muy anticuada. ¿Me preguntas a mí, corazón? ¿Me viste cara de diseñador? ¿Crees que soy el amigo gay que acompaña a la amiga de compras? No respondas. En serio, mujeres, ¡qué manera de desperdiciar su tiempo comprando ropa a sabiendas de que es lo que menos nos importa porque al final se las vamos a quitar!

 

Llegamos al departamento: yo con los pies cansados como vendedor de colchas de colonia en colonia y ella feliz con las tres cosas que compró en 10 horas. Llamó su amigo italiano para invitarnos a salir; yo me arreglé lo mejor que pude, busqué lo más elegante que traía dentro de mis maletas; toda mi ropa estaba arrugada por estar tantos días encerrada sin recibir cariño.

 

Me vestí y salimos rumbo al bar. Al llegar me encontré con que era un bar donde asistían estudiantes de intercambio escolar de todo el mundo. En Valladolid no hay tantos bares para escoger, pero yo estaba en el mejor: tenía un DJ  todo el tiempo y… mujeres, ¡cuántas mujeres de tantos rasgos distintos! Es como estar en un buffet con comida mundial, no sabía ni para dónde voltear.  Mi amigo italiano no me dejó pagar ninguna bebida: él tenía el control del bar entero, todos lo querían ahí, tomaba cubetas de cervezas y pasaba de mesa en mesa regalando a quien considerara, a mí me regalaba bebidas especiales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tienda de cervezas, Valladolid, España. Fotografía original de Rufuskluge.

 

Recuerdo que llevaba cuatro tragos encima, me maree un poco y me senté en una banca que estaba en medio de algunas mesas. Encima había una bolsa negra, la hice a un lado para colocar mi cansado trasero y a los minutos llegó una mujer rubia española que me miró fijamente y me dijo: ¿Por qué coño moviste mi bolso? Quise haberle respondido que si quería me sentaba encima de su bolsa, pero al verla tan bonita lo único retorcido que me pasó por la mente fue: “O que tú te sientes en mi cara”, pero soy demasiado caballero, así que le ofrecí una disculpa; era tan hermosa que me hipnotizó, no podía dejar de verla… me gustó tanto.

 

Me enrojecí como si verla me hubiera provocado urticaria; ya no era capaz de verle a los ojos y en eso me preguntó: ¿De dónde sois? De México, respondí. Me dijo que había escuchado que los mexicanos somos muy románticos; se me acercó suavemente sonriendo, rozando su cuerpo con mi hombro, su voz era fuerte, de tono golpeado, ojos hermosos, cabello lacio. El corazón se me aceleró como si ella cargara una fuente de energía.

 

Y así, con el corazón a punto de salirse de mi tórax, le invité un trago. Ella accedió al instante y bebimos lo mismo: vodka con limón. Bebimos y bebimos y… bebimos. Jamás pagué un solo centavo, mi amigo cubrió todo lo que consumimos. Bailé con ella un par de horas y nos tocábamos al bailar de una manera romántica e inocente. Yo la veía y pensaba: “Creo que me enamoré”, pero en eso, mis amorosos pensamientos se interrumpieron cuando me dijo que tenía que irse a Madrid a visitar a su familia; la tomé de la mano y le dije que me diera dos cosas: un beso y su correo electrónico. Lo hizo y se fue. Guardé el papel en mi bolsillo y el beso para siempre en mis labios.

 

Salí del bar rumbo al apartamento de mi amiga porque ya no estaba ahí, ni cuenta me di cuando se marchó, pues yo estaba hipnotizado, ebrio y cansado. Caminé y caminé por más de una hora, pedía direcciones y todos me daban distintos rumbos… esos españoles casi me mandan a China. Eran las 5 de la mañana y yo daba vueltas confundido porque estaba tan ebrio que nunca entendí bien a nadie que me dijo cómo llegar. Quizá ni me dijeron bien, quizá es que yo estaba pensando demasiado en esa rubia.

 

Rendido me regresé al bar de mi amigo –que estaba cerrándolo–, me vio y me dijo que dónde carajos es que estaba, le dije (con la lengua hasta el suelo como perro sediento) que me había perdido y que solo quería llegar al apartamento de mi amiga y él sonrió. Caminamos como por 30 segundos del bar a la esquina, doblamos a la derecha y ahí estaba el edificio. Y yo que había caminado en círculos a las 5 de la mañana arriesgando el pellejo y pidiendo direcciones ebrio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una avenida. Fotografía original de Rufuskluge

 

Comencé a reírme, nadie es perfecto y menos cuando estás pensando en una mujer. Actué como estúpido, pero aún así sentía felicidad a pesar de que había perdido 10 horas de mi vida viendo ropa que ni siquiera era para mí. Disfruté de una excelente velada, nuevos amigos, nuevos amores, nuevos momentos. Llegué al apartamento de mi amiga y ella me dijo: ¿Dónde estabas, tontito? ¡Son las 6 de la mañana! Yo le respondí que buscando mi hogar y ella con su voz tierna me dijo que ya estaba ahí; la miré con cierto agradecimiento y le dije: “No, aún no lo encuentro, yo sigo en busca de mi hogar”.

 

Desperté pensando en lo tonto que fui la noche anterior y en todas las vueltas que di sin sentido. Mi amiga seguía dormida, así que tomé las llaves de su apartamento y salí a la calle. Aún recuerdo el aroma: olía delicioso, ¿qué estarán cocinando por ahí?, me preguntaba, así que seguí el olor hasta llegar a un callejón.

 

Me encontré con un restaurant hindú y ordené lo primero que vi en la carta: un Kebab, que es una especie de gordita en pan, pan de pita; la carne tenía un corte delgadísimo, cuando la probé le pregunté al mesero por el tipo de carne y me respondió que era cordero. Era exquisito, comí tanto que solo exclamé: ¡Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ahora quítame esta hambre!

 

Y vaya que comí y lo disfruté, salí del restaurant con la panza llena y el corazón contento dispuesto a seguir mi camino. Me topé con un mercado, caí en cuenta que en toda mi estadía por Europa solo había pisado lugares turísticos, donde lo que te ofrecen a vender son cosas para turistas. Este era el primer lugar que no lo era, era un mercado común y corriente con muchos españoles haciendo sus compras. Había una carnicería y un área de verduras; yo observaba para comparar los precios con los de mi continente; para mí todo era nuevo y hasta me atrevo a decir, innovador. De pronto vi una licorería con demasiada variedad de cervezas, había de todo tipo: clara, oscura, amarga, y dulce. Pero de pronto mi cerebro se enajenó y me decidí por comprar botellas de agua. Sí, agua. Sí, y qué, estaban baratas: 59 centavos de euro por una botella de litro y medio, una ganga, dije yo, me llevo 4. Sentí que había hecho la compra del día como si las fuera a ir a revender al Sahara y hacerme millonario.

 

Regresé al apartamento y le regalé dos botellas a mi amiga y las otras dos me las quedé. Estaba atardeciendo y me puse a fumar en el balcón. Cuando el sol se metió, yo me metí a bañar para ir de nuevo al bar, el beber me llamaba. Esta vez me vestí casual, me vi al espejo y me dije: “Estás joven, no puedes verte mal”. Llegué y el bar estaba lleno, comencé a observar a las chicas para decidirme a quién abordaría, pero no podía decidirme por una porque ¡todas me gustaban! Seguí observando, pero mis ojos se toparon con otros y en cuestión de segundos, conecté con una chica: era árabe, sus rasgos eran hermosos, no lucía como las típicas que salen en los documentales (peludas y descuidadas); me encantó.

 

Cuando menos pensé, la chica árabe ya estaba ebria, lo percibí puesto que no podía dejar de observarla. Siempre lo hice con disimulo, pero aun así ella se dio cuenta; estaba con tres amigas y un amigo y a mi no me importó, me armé de valor y fui hacia ella, le ofrecí un trago. Parecía como si estuviese esperándome, me respondió rápidamente con un beso, dos, tres… tantos. Había un banco, lo arrimé a la mesa y ella se sentó en mis piernas; yo no estaba ebrio, pero al sentir su saliva mezclarse con la mía, sentí más que ebriedad, sentí excitación y desesperación por tocarla, así que puse mis manos en sus nalgas, las pasaba suavemente por cada una, lo hice repetidamente; sentí que iba a explotar, así que me detuve y la invité a irse conmigo por ahí, cualquier lugar, ella preguntó a dónde y yo le dije que no lo sabía, pero que saliéramos.

 

Me vio por un segundo y sin pensarlo me llevó a su apartamento. Cuando entramos me di cuenta de que había dos camas: en una estaba una amiga suya dormida y en la otra nos recostamos con cuidado de no despertar a la rommate. Me tocó el cuerpo con cuidado, ella no comenzó aquello como las otras con las que había estado, con esa necesidad de sexo salvaje, fue todo lo contrario: me miraba, sostenía su mirada en la mía, con sus dedos recorría mi pecho centímetro tras centímetro, mi cuello, mis brazos. Besaba mis mejillas y mis labios con una ternura infinita y mientras las yemas de sus dedos pasaban por mi espalda, me hacía preguntas como: ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Dónde andabas, mi amor, cómo te trató la vida mientras llegaba yo?

 

No supe qué responder ante tal poesía; me sentía tan feliz, amado, deseado, querido. La noche pasó lenta, hicimos el amor, me atrevo a decirlo porque sé que hubo sentimientos de por medio, fueron tantas cosas. Las yemas de sus dedos pasando por encima de mi cuerpo lleno de cicatrices invisibles como si con ellas quisiera sanarlas, sus labios pegados en mi pecho del lado de mi corazón en pedazos, los rozaba lentamente y yo sentí un escalofrío: como si el corazón se me hubiese formado de nuevo. La miré y sentí como si nos hubiésemos esperado toda la vida; era perfecta. Tan perfecta como para desear quedarme y no salir de ahí jamás. En ese momento sentí que su cuerpo era mi hogar, su alma mi esperanza y su corazón mi alivio. Se recostó sobre mi brazo, juntó su cabeza con la mía, como queriendo traspasarme de sus cabellos a los míos todos sus secretos.

 

Desperté y ella seguía ahí, en mi brazo. La observé dormir por un par de horas; lucía inofensiva, frágil e inocente ¿Cómo podía renunciar a tal mujer? Cuando despertó, yo seguía igual: inmóvil. Me sonrió y se levantó a prepararme el desayuno; el platillo no me importó, lo que me importaba eran sus manos preparando algo para mí. No recuerdo el sabor real de la comida, solo sé que sabía a sus manos.

 

Al terminar el desayuno me invitó a ducharme con ella; ese momento tan íntimo jamás lo olvidaré: su cuerpo tibio y desnudo junto al mío, la besé tanto como me fue posible –hasta el último rincón de su ser–; el agua recorría nuestros cuerpos como si fuera río y nosotros barcos de papel. Nos fundimos uno en el otro, pegó sus senos en mi pecho y lentamente me dijo al oído que tenía que irse, que su grupo de intercambio tenía un recorrido pendiente por toda Europa antes de que se regresara a El Líbano; yo ya lo veía venir. Me lo dijo con tristeza, con sus labios puestos en mis pectorales y entonces yo sentí que esa agua que nos recorría los cuerpos ya no era un río sino lágrimas.

 

Salimos de la ducha con la tristeza escurriendo por nuestros cuerpos, nos habíamos depositado toda la confianza en una sola noche y ahora sentía que no podía estar sin ella, no quería, me resistía a dejarla ir pero yo no podía seguirla, su grupo no me permitiría subir a bordo y viajar su ruta ya que era exclusivo para estudiantes. La miré con cierta añoranza y le dije que la alcanzaría, le sonreí al mismo tiempo que le pedí su itinerario –cual no coincidía en lo absoluto con el mío, pues yo tenía otros planes–.

 

Me dio el papel de sus rutas como diciendo: “Alcánzame, no me dejes, por favor”, le besé la frente, sujeté sus manos y le dije que volvería a verla; entre su mapa venía su correo electrónico y el número de su celular. Salí de su apartamento, sentía que las calles estaban minadas y que acababa de abandonar mi refugio, sentí morir en cualquier momento, mi cuerpo avanzaba, pero mi corazón se había quedado ahí, en ese lugar: en su pecho.

 

Fue una noche mejor que cualquier novela o película romántica, por un momento creí que valía la pena mi existencia y todo por ella, era como si nos hubiésemos conocido de otras vidas; era tan diferente a mí, su cultura, sus rasgos, su delicadeza, su entrega. Y su corazón, que ya tenía dos porque se había quedado con el mío. Caminé sin rumbo –como siempre–, creo que dentro de mí buscaba de verdad una mina para que acabase con todo aquello que sentía, algo me decía que no volvería a verla y yo ya no podía vivir sin ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Balcones. Fotografía original de Rufuskluge

 

No quise llegar al apartamento de mi amiga, fumé diez, veinte, treinta, cuarenta cigarros; esperé el atardecer en una calle, sentía un profundo vacío y tristeza, toqué mi pecho y el corazón no me latía, pero ¿por qué tendría que sentirlo si ya no lo tenía conmigo?

 

Recordé a todas las chicas con las que había estado, la que partí en dos, la de la discoteca, la que me dio asilo, la rubia de bar. Mis amores incompletos. Ninguna era comparable con mi chica libanesa, la que me tenía así: solo en una calle queriendo regresar y dejarlo todo por ella; sus caricias, sus manos, sus labios, su voz hablándome suavemente al oído, su sexo lento con entrega y pasión. Me hizo el amor con el alma. Y todo eso era mejor que cualquier sexo salvaje en algún balcón o en una discoteca. Y yo, al comparar, descubrí que soy un hombre más de caricias que perversidad. Claro que soy perverso y lo disfruto, claro que pienso cosas sucias y hago otras tantas, pero esta vez la ternura le había ganado a la calentura.

 

Olí mi ropa, pero el humo de cigarro se había llevado su aroma, cayó la noche y regresé al apartamento de mi amiga (quien estaba preocupada y alarmada), me preguntó que dónde es que había estado todo ese tiempo, le respondí que perdido; perdido por ella, quise decirle. Quería beber, pero no lo hice, ¿acaso tenía un motivo para celebrar? No tenía más que recuerdos y un hueco en mi brazo donde ella recargó toda la noche su cabeza. Cerré mis ojos, pasé mi mano desde la muñeca hasta el hombro, luego hacia mi pecho, con mis dedos toqué mis labios y con una profunda tristeza me pregunté: ¿Por qué no te encuentro, mi amor? ¿Por qué ya no está tu cuerpo pegado junto al mío? ¿Dónde estás, mi amor?

 

Quise saltar del balcón y correr tras ella, buscarla, pero ¿qué sentido tenía? Fue muy bueno para ser verdad, pero mi itinerario era otro y yo ante todo soy un aventurero que no se detiene por nada ni por nadie; no quise arriesgarme, tenía que avanzar, seguir hacia adelante y nuestros caminos eran distintos, tenía que olvidarla y sobreponerme a ella.

 

Quizá alguien mejor llegue a mi vida, no lo sé, pero esa noche lo único que quería era salir corriendo y buscarla, detenerla, pero yo no me detengo por nadie, ¿con qué cara iba a hacer eso? No podía aunque lo deseara más que a mi vida. Me quité la camisa, dejé mi torso desnudo, sí, ahí en el balcón encendí un cigarro y suavemente eché el humo en mi brazo; en silencio dije: “Vete con el humo, mi amor, un placer haberte tenido aquí”.

 

Apreté los puños, me puse la camisa, fui hacia la puerta del apartamento, tomé las llaves, di vuelta a la perilla, ¿qué carajos estaba a punto de hacer?…

 

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