Por Víctor Alejandro Burgos

Twitter: @budasufi

 

Mi nombre es Legión, pues somos muchos.

Evangelio de Marcos, 5:9.

 

«Puedo ver mi transformación, mi sufrimiento y mis dudas. Puedo aún despreciarme por ser débil y por tener esperanzas. Constantemente cambio, evoluciono. Me forjo como una espada, mi refugio no es otro que la soledad. ¡Qué cruel es la esperanza y qué lúgubres son sus vestidos, qué amarga es su presencia! Veo dentro de mí y no veo otras cosas más que miedo a ser, a estar. No veo miedo al silencio eterno ni a la densa soledad, ni al ascetismo, ni al indescriptible vacío. Intento reprimir mis vicios, mis defectos y mis demonios pero es como encarar una batalla que ya se sabe perdida.

 

Puedo, en un solo instante, atravesar decenas de facetas, modificar mis creencias e incluso cambiar de piel. Pero ese cambio es incapaz de modificar una esencia pura, incólume, perenne e invariable: mi yo sin modificaciones, sin influencias, un niño desnudo y desprotegido contra las inclemencias del tiempo, un yo puro y cristalino. Solo logro divisarlo haciendo lo que hago, haciendo lo que no debería hacer. Lo logro ver correr entre los cuerpos sin vida, jugando entre los charcos de sangre y lo veo sonreír, sí. Sonríe como yo nunca lo hice cuando fui niño, sonríe como jamás yo pudiera hacerlo. Temo asustarlo, hacer algún movimiento brusco y espantarlo, pero él juega, va de aquí para allá sin ser perturbado. Ni la muerte o la desolación lo afectan, el silencio devastador no hace muesca alguna en su delicada piel. Temo mirarlo a los ojos y verme reflejado [en él], temo tocarlo con mis manos llenas de sangre inocente y que se desvanezca en el aire como lo hace un recuerdo en el olvido. Él es un abismo, la parte más oscura de mi ser y solo ese hecho me fascina… »

 

P. no terminó de escribir la carta, sin embargo la selló y la dejó encima de uno de los cadáveres. Veía al niño jugar, cantar y danzar. Estaba lleno de sangre y parecía disfrutarlo. P. se sintió mareado y confundido. Un momento de lucidez le abrió el cráneo en dos y corrió como pudo hasta una de las ventanas de la habitación. Al abrirla, un aire helado golpeó su rostro, sus manos se aferraban con fuerza al barandal y su pulso se aceleró. Se atrevió a preguntar, a dudar. Sintió una mano muy pequeña que lo sujetaba por su brazo izquierdo. Con una ligera pero insistente fuerza hizo que P. volviera su mirada dentro de la habitación. Los cuerpos esparcidos aleatoriamente, la sangre en las paredes, el intenso olor a muerte, el silencio sepulcral. Sintió de nuevo el peso del arma en su mano derecha y un ligero apretón en su mano izquierda. Bajó su mirada y el niño le veía, le sonreía. Como orgulloso de lo que juntos habían hecho. P. se arrodilló y el niño se acercó a su oreja. Un susurro leve, una mirada desesperada, un temblor incontrolable. P. puso el revólver rápidamente en su sien y disparó. Su cuerpo cayó de bruces al suelo. Un sonido seco, muerto. De esos que producen un sobresalto repentino. El niño apartó con sus piececitos los sesos y la materia gris que había quedado desparramaba por el piso. Se acercó a P. y lo besó en la frente mientras pronunciaba unas palabras ininteligibles.

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