soledad2ik9

Por Maru Luarca

Twitter: @Lady_Micu

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“Hay un amanecer naciendo y no sabe a lo que viene”, pensaba mientras observaba fijamente las tablas en el techo. Es un decorado intrincado y casi absurdo. Tomarse todo ese trabajo para decorar un cielo que nadie voltea a ver. Quizás el antiguo dueño de esta casa sea un insomne, como yo. Un tipo que ocupa sus madrugadas en dibujar historias sobre el firmamento de madera y escayola que flota sobre su cabeza. Nunca lo sabré, pero imaginar respuestas me alivia del tormento de las preguntas necias.

No corrí esta mañana. Culpé de ello a una reunión ficticia, tendría que salir antes. El agua en esta casa es perversa: cae a la misma temperatura en la que se cuecen aves y luego helada, perfecta para ser trasladada en ambulancia por hipotermia. Le dejo ser y tomo el baño víctima de sus caprichos. ¿Quién puede ganar la batalla contra una casa caprichosa?

Por estos días estreno “estado civil”. Soy nuevamente la hijita de mami. Mi madre ha venido a casa después de un año de vivir en casa de mi hermano menor. Quizás debo agregar que no vivo con ella desde que tenía 13 años. Toda una historia de paso por internados, casas de abuelos y casas en solitario. Y en las rendijas de eso, otro cúmulo de historias sobre cómo me las he arreglado sola desde entonces.

Soy una persona solitaria, en realidad. Me llevó mucho tiempo aceptar que eso es también una de las caras de la normalidad. La gente me incomoda, cada vez más. Es usual que los escuche hablar con atención durante los primeros minutos de una conversación y después, inevitablemente solo observo fascinada la gesticulación absurda en el rostro de mi interlocutor. Soy una maestra en el arte de simular una conversación: tengo un repertorio de gruñidos y monosílabos que acompaño de una expresión de genuino interés. Algunas veces sobrevuela mi cielo algún ser con ojo clínico para los detalles. Uno que descubre el vacío en mi mirada. De esos me enamoro.

Esta mañana mientras mi madre servía el desayuno pensaba en eso. En lo fácil que sería la soledad cuando la casa esté vacía. Ese destino en el tiempo que aterra a muchos y a mí, esta mañana, me parecía un estado deseable. Las horas serían entonces mi reino absoluto y el silencio, mi bien más preciado. El vacío jamás nos tildará de egoístas.

Y como si cruzar el pensamiento ajeno fuera algo posible –o al menos un hecho aceptable– viene con sus conversaciones íntimas y desparrama mi castillo de naipes. “Extraño a tu padre, ¿sabes?”, me dice con los ojos cuajados de lágrimas. “La vida jamás será para mí lo mismo”, viene una catarata de palabras en su voz agotada. Pesco en el río frases como “sé que no puedo dejarme vencer”“estamos siempre más allá del dolor”. Luego hace un relato sobre la forma en que la enfermedad le ganó a la vida. Cómo ella acariciaba su vientre y adivinaba debajo el hígado inflamado. De lo mucho que le sorprendía el desgaste del tiempo en su cuerpo delgado. Y ahí mis pensamientos tomaron el primer vuelo interestelar con rumbo a mis temores más silenciosos.

¿Qué pasará conmigo el día en que mi cuerpo sea una colección de dolores y deficiencias? ¿Cuando la maquinaria que somos haga gala de deterioro y, como vehículo usado, empiece a dejarme tirada en las esquinas? Ahí, por supuesto, la soledad deja de ser un reino habitable por meras cuestiones prácticas. Morir está bien, es lo que viene. Pero no sé aún si me seduce la idea de sufrir una agonía lenta sin nadie que pueda alcanzarme una taza de té, una pastilla para el dolor o al menos, la mano como signo de solidaridad.

Derramé algunas lágrimas. Un poco por mi padre muerto y otro poco por mí y la sentencia de soledad que a veces parece balancearse sobre mi cabeza.

Bebí el café apresuradamente y salí de casa. Los miedos vienen conmigo. 

 

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