Por Carlos LM

Twitter: @Bigmaud

 

 

El otro día un viejo compañero de la universidad llamó a casa. Se llama Armando, un joven de lo más entusiasta con proyectos que tienen que ver con los medios de comunicación. Mentiría si dijera que lo aprecio como a un hermano, lo que sí es que le tengo respeto y lo considero un hombre trabajador.

 

La llamada fue una sorpresa. Hace años que no hablábamos. Después de saludarnos y ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas me hizo una invitación.


   —Quiero que colabores en el periódico en donde trabajo.

 

Sentí que la piel se me helaba. Cualquier respuesta que diera terminaría por causarme arrepentimiento. Durante un tiempo quise ser un escritor de tiempo completo. Lo tenía claro. Empezaría con la publicación de cuentos en revistas variadas. De ahí pasaría a escribir un libro. Lo enviaría a un concurso y saldría premiado. Ganaría el primer, segundo y tercer lugar. El comité emitiría un comunicado: “Por primera vez desde que el Premio Grimaldo fue instaurado hace 40 años, hemos tenido la fortuna de enfrentar a un concursante de excelencia que merece que rompamos protocolos por entero. Los tres primeros lugares son para él. Tres cheques que en conjunto conforman medio millón de billetes”.

 

Ahora el encanto se ha ido. He perdido la magia frente al teclado. No puedo escribir una línea sin sentir que el aire se esfuma rumbo a tierras lejanas. Muero de envidia al escuchar a personas que dicen poder escribir veinte cuartillas en una sola tarde. Exactamente el mismo tiempo que yo demoro en armar un miserable párrafo que después terminará en la basura.

—No te preocupes —me dijo Armando— no es demasiado trabajo. Lo único que se te pedirá cada día es que  entregues cinco notas de al menos trescientas cincuenta palabras. Puedes encargarte de la sección cultural o deportiva si te place.

¿Cinco notas? ¿Por qué lo dice con tanta ligereza? ¿Acaso no sabe de la niebla que afecta el funcionamiento de mis neuronas? Con un esfuerzo heroico apenas y podría escribir una nota a la semana. Para cumplir con los objetivos del periódico tendría que vender mi alma al diablo, una actividad denigrante destinada a las personas sin talento. Otra opción sería invertir mi sueldo entero en pagar a un escritor fantasma que se encargara de mis labores, pero sería igual de humillante.

—Por el momento no habrá sueldo, amigo. Pero no te preocupes, podemos darte boletos para eventos y productos gratuitos que nos mandan a la editorial. Ya en junio podríamos hablar de una pequeña retribución económica. Por ahora he decidido hablarte porque sé que te gusta escribir. La experiencia te podría ser útil. Conseguirás ser leído por muchas personas.

 

No quiero ser leído por nadie, Armando. Todo lo que he escrito me avergüenza. Lo del gusto por la escritura es una falsa impresión. Odio cualquier actividad entre cuyos requisitos se incluya el estar despierto. Por otra parte, no hay dinero de por medio. Cuando no hay paga, las empresas te alimentan de ilusiones. Algunos ingenuos pescan el anzuelo. Van confiados en que el sueldo es lo de menos, que el beneficio está en que se trata de un primer paso inevitable en el camino hacia el éxito. A veces pienso lo mismo. Que de algún lugar hay que agarrarse. Esos primeros trabajos sin remuneración son el escalón que finalmente te llevará a la cima del mundo. Eso es: Armando es un ángel. Quiere abrirme la puerta del cielo para que yo brille como una estrella. Ya quedará en mí entrar y avanzar hasta topar con los aplausos de una multitud. Decido comunicarle la noticia a este fiel caballero.

 

—Lo siento, Armando. Agradezco tu invitación, pero por el momento estoy ocupado en múltiples proyectos. Ahora mismo trabajo en lo que será mi próxima novela. Se llama “El corredor de verano”. Tengo la confianza  de que esta vez sí conseguiré ser publicado. Y otro detalle, la semana que viene comenzaré a trabajar en una galería de arte. Qué más quisiera poder ayudar en tus planes. Lamento no poder hacerlo.

 

Armando no insistió. Colgó luego de una despedida escueta. No es la primera vez que termino así: despreciado, hundido en el vacío del abandono. Algo me dice que he terminado con fama de indolente. La gente piensa que estoy indispuesto para cualquiera. Todas las personas que conozco se reúnen una vez al mes para hablar sobre mí. Ese muchacho no quiere hacer nada, declaran. Lo hemos invitado a trabajar en la radio, en el periódico, en revistas, en secretarías de cultura, en la universidad misma… y nada. El tipo está negado. Debe padecer algún tipo de trastorno mental. Jamás muestra interés. Es un muerto en vida.

 

Estoy arrepentido. De antemano sabía que acabaría tirado en el fango. Siento dolor cuando pestañeo.  Perdóname, Armando. No te desprecio. Quisiera formar parte del equipo de redacción, ir a eventos, entrevistar a celebridades. Estoy confundido, es todo. No hago nada. Ya ni siquiera leo libros. Abro páginas y luego de las primeras cuatro líneas lo abandono. Paso a dormir en la cama. Es la única estrategia que tengo para resolver problemas: dormir. Lo terrible es que no siempre lo consigo. Duermo poco. Así que doy vueltas en la cama durante horas. Y pienso. Pienso en todas las oportunidades perdidas, que están rotas más bien. En lo académico, en lo laboral y en lo humano. Vienen a mi mente esas mujeres, lejanas ya, que se han ido. En ella, por ejemplo. La de la sonrisa perfecta. Tan perfecta que no la quise arruinar. Era demasiado buena para un tipo acabado como yo.

 

Lo único que puedo hacer a estas alturas es esperar a que llegue la noche. Subir entonces a la azotea a respirar. ¿A qué huelen las estrellas? ¿Lo sabes tú? Se lo he preguntado a mucha gente. Nadie responde. Por la lejanía respecto a ellas es difícil identificarlo. Así que concéntrate. Cierra los ojos y aspira. Siente cómo el pasado entra hasta tus pulmones para luego pasar a tus pies. Sonríe ante la perspectiva de que pronto tendrás que dormir.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here