Por Mayra Carrera

Twitter: @Advanita

 

 

Era viernes. Me puse un vestido, unos tacones, un collar, dos pulseras y la mejor sonrisa.

 

Era viernes.

 

 

Los tacones combinaban con mi vestido, el collar con mi maquillaje y tus manos con mi cuello.

 

No hacía frío, no hacía calor, era viernes; un viernes, una tarde, un momento, una alegría, una vergüenza, unos abrazos, algo de besos, poco de angustia, mucho deseo, algo de culpa, mucho de esto, poco de aquello. Mucho de ti, poco de mí.

 

 

Traía tacones pero yo quería andar descalza, traía vestido pero yo quería traer pijama, traía maquillaje pero yo quería despintar mi cara en la tuya y poner mis pies sobre los tuyos y que tus manos me arrancaran todo aquello que me estorbaba.

 

 

Despojarme de todo eso significaría volver a ser la misma de antes, esa que se escondía entre ropas flojas y mostraba siempre la peor cara y que siempre andaba en tenis, pero aún así quería quitármelo todo. Menos tus manos en mi espalda, tus labios en mi boca, tu cuerpo junto al mío y tu voz diciendo tres veces mi nombre.

 

Tres veces dijiste mi nombre. Tres veces también oliste mi cabello rendido.

 

Era viernes por la tarde.

 

Vi un lago, luego un atardecer; tú no viste nada, solo esperaste paciente por mí, pero yo tenía la felicidad saliendo de bote pronto por todos mis poros, sentía el pecho hecho tiras de furor y el corazón contento lleno de alegría, como dice la canción. Quise decirte mil cosas en los escasos momentos en que atiné sentarme al lado tuyo, mas no lo hice, solo acariciaba tu espalda quedito por encima de la silla y tu brazo en el camino de ida y los abrazos en el de vuelta y si pudiera te daría todo mi tiempo absurdo para decirte todo eso que no te dije y es que tanta palabra ya no me cabe en el cuerpo, por eso te escribo.

Quisiera decirte que te conocí a tiempo, destiempo; quisiera ver tus ojos, esos que no me atreví a ver cuando me lo pediste.

 

También quisiera decir tu nombre. Decirlo tres veces. Y oler tu cabello, olerlo cien veces.

 

Quisiera que me devolvieran ese viernes, u otro, para quedarme, escucharte, verte. Para verte de la misma forma tan dulce y sutil como me viste aquella tarde en donde lo único que hice fue huir. Y en lugar de beber vino, beber de la fuente inagotable de tu boca llena de silencios y de tu cuerpo que esperó paciente por el mío esa tarde de viernes junto al lago donde cayó un atardecer que no viste por culpa de mi insensatez. Quisiera poner de nuevo mis manos en tu rostro y luego mis dedos entre tus cabellos y ojalá olvides lo malo y recuerdes solo lo bueno si es que hay algo de eso que recordar. Quisiera que me recuerdes no como la que huyó, sino como la que te encontró.

 

Olvidé cuántas veces me fui, cuántas te besé, cuántas te abracé, cuántas veces la lengua solté, cuántas copas derramé, cuánto ridículo hice, cuánto te avergoncé. Olvidé el brillo de tus ojos, tu voz, tu sonrisa, tu cuerpo desnudo, tus manos tan tibias, tu boca, tu tan apacible presencia.

 

Pero no olvidé que era viernes, ni tu nombre, ni el arco endeble de tus labios, no olvidé que esa tarde me puse tacones, me puse un vestido, me puse un collar y que mi maquillaje combinaba muy bien con todo eso, así como no olvido, sin duda, que tu cuerpo combina perfecto con el mío.

 

Era viernes; había un lago, un atardecer, había un hombre, un hombre que no se ya en dónde esté.

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