Por Mayra Carrera

Twitter: @Advanita

 

Un hombre fuerte como un roble.

Una mujer torcida como enredadera.

Sobre el sillón estaba el teléfono que sonó anunciando un mensaje, “voy por ti”, decía. Me quedé parada sobre el ventanal viendo a la nada, pensando en nada, sintiendo nada. Entré en un letargo y no sentí los minutos, y luego lo vi, se detuvo afuera y entonces yo sentí de todo.

 

Eran las diez de la noche y la temperatura marcaba 30 grados. Mi ciudad rompía récord y yo también al aventurarme con alguien a quien apenas conocía. Le había visto un par de veces, suficientes para querer perderme en la inmensidad de su pecho y encontrarme en sus ojos color ternura. El asfalto ardía, íbamos sin dirección, había silencio, él dijo no sé a dónde voy, yo no dije nada, no podía, le observaba detenidamente para que su rostro me quedara grabado en la mente y de pronto se detuvo en ese lugar donde nos dieron un número, el cincuenta y siete, el último, el de hasta el fondo, allá, donde a nadie le importa.

 

Sentía el corazón en la garganta, temblé, sí, temblé y él se dio cuenta y con toda la paciencia que pudo emanarle del cuerpo, me trató como si yo fuese un papiro egipcio antiguo y él mi reparador. Y así, sus manos palmo a palmo sobre mi cuerpo y sus labios centímetro tras centímetro sobre mi vientre hicieron de mi desierto un mar y de mis senos cascadas que se fundieron sobre sus brazos de roca caliza, y de pronto a ese cuarto le llegaron todas las estaciones, y justo cuando estaba a punto de llegar el invierno, mi cuerpo cambió de polo y volví a sentir la primavera, volví a ver esos ojos como acantilados interminables y esa barba como césped recién cortado.

 

Le viví, me vivió. Nos vivimos.

 

La ropa yacía sobre el diván, eran como despojos de piel muerta. Regeneramos nuestros cuerpos, cambié mi piel por la suya, él por la mía. Me regaló ternura, le regalé un cuerpo que para él fue como un campo donde pudo hacer todos sus lanzamientos mientras yo quieta adivinaba si era bola, o era strike. Jugamos el único y el último juego de nuestras grandes ligas una noche a 30 grados en un cuarto con el número cincuenta y siete.

 

El hombre de roble abrazó más de lo que habló; la mujer enredadera revolvió sus piernas entre las de él más de lo que le escuchó. Y entre susurros suaves y lentos el deseo llegó de nuevo al cuerpo y volvimos a nacer, y de nuevo los labios, las piernas, los brazos y los besos, las caricias como suaves tatuajes impregnados en la piel. Y todas las estaciones.

 

En mi vientre hubo primavera, en el suyo verano, en mis cabellos otoño, en sus brazos invierno, en su boca humedad, en mis labios tormentas. En sus ojos los riscos, en mi cuello llanuras, todo eso hubo esa noche en el cincuenta y siete.

 

Cincuenta y siete: un número que no cambió.

 

Un hombre como roble que entre mis brazos se rindió.

 

Una mujer torcida como enredadera que entre su cuerpo se enderezó.

 

El tenía que despedirse para no volver, yo tenía que volver y evitar despedirme.

 

Era una noche de verano con 30 grados a las 10 de la noche, era un cuarto: el cincuenta y siete.

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