Por Bibiana Faulkner

La última vez que visité mi corazón olía a vicio. Ya habían pasado algunos años, y, a pesar de que todo seguía como la última vez y la sangre fluía por el mismo lugar, olía a vicio, no sucio sino cansado, no nauseabundo sino usado. Olía como huele la tristeza, porque debe tener algún olor, ¿cierto?

Me habías abandonado y también a ti. Nos habías dejado a las dos y yo no sabía perdonar, ni siquiera sabía si tenía que hacerlo. ¿Debía?

Y yo tenía esperanza pero tú jamás regresabas.

Y yo estaba enojada. Tú te habías ido.

Sin embargo, yo había aprendido a soportar, pero digamos que fue un aprendizaje obligatorio. Todos los martes me preguntaba si valía alguna pena ir a lo más alto del edificio donde vivo y gritarte sin parar, gritarte como si te fuera a encontrar usando toda la fuerza de mi voz, gritarte incluso hasta sentir pena por mí, y también por ti.

Es cierto, la similitud de mi tiempo con el tuyo me había permitido enloquecer más de una ocasión. Todas ellas por ti.

Tú tenías miedo y yo estaba llena de paz, ¿recuerdas? Hasta aquél día siempre había sido paciente y nunca había perdido la voz, pero te fuiste.

Y en realidad no importaba cómo oliera por dentro o las veces que había sido pisado, no importaba el color o lo desteñido de las paredes, no importaba lo viejo que pareciera o lo roto que estuviera; yo necesitaba un piso habitable, un órgano vacío, un corazón, sí, está bien, roto, pero que no doliera. Y eso no ocurría. Porque el abandono no solo duele, también desangra, enoja, y cuando ya no se llueve, entonces se es tormenta. O un verdadero desastre natural.

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