Por Fernando González

Twitter: @DePapelyTinta

 

 

Conocí a Fátima cuando éramos apenas unos niños. Recuerdo bien la ansiedad de leones enjaulados que sentíamos por salir a jugar a la tierra del jardín de su abuela y la necesidad apremiante que sentíamos de ensuciarnos nuestras siempre impecables prendas. Fátima y yo crecimos juntos, vivíamos las penas y alegrías del otro como si fueran propias. Éramos inseparables.

Al entrar a la universidad, caí en cuenta de que me había enamorado de ella. Que la profundidad de mi alma radicaba en sus ojos, que su cuerpo era el perfecto mapa de mi camino a recorrer, que su pecho era el único lugar donde el mío quería habitar. Me había enamorado ciegamente de ella.

Me parecía perfecta. En Fátima encontré lo que ni siquiera sabía que estaba buscando. Nunca cambiaría nada de ella, a excepción de un gusto que desarrolló a lo largo del tiempo: el alcohol. Bebía como queriendo llenar con alcohol el vacío que tenía en el pecho. Y no, no me molestaba el hecho de que bebiera, sino que lo hiciera sin pudor y hasta perder la conciencia cada vez que lo hacía. No sé si ahí encontraba el refugio a sus fantasmas que le perseguían; o si era su remedio para cicatrizar las heridas que no se veían, las de adentro; o simplemente era el gusto de perder noción de tiempo y lugar; no sé, pero fue su perdición.

Una vez acompañé a Fátima a una de sus tantas reuniones en las que sabía que bebería hasta agotar las botellas. La acompañé porque ese día ella conduciría, y aunque yo no sabía, pensé que tal vez el hecho de ser responsable por alguien más la haría entrar en razón y se limitaría. Dieron las cinco de la mañana en el lugar y yo estaba exhausto, y al ver que todos seguían bebiendo a ritmo descomunal, decidí recostarme en una de las habitaciones a tomar una siesta.

Después de un rato, Fátima entró a la habitación a decirme que era hora de irnos, así que me levanté y fui directo al auto sin siquiera despedirme. Estaba tan adormilado que no me percaté del estado en el que Fátima conduciría. Tomamos la autopista de regreso a casa y justo en una curva, Fátima se quedó dormida y nos impactamos directo en el muro de protección. Los segundos siguientes fueron de un silencio escalofriante, pero lleno de paz, como si todo el ruido del planeta se hubiera apagado.

 

Lo único que recuerdo es que al instante siguiente me encontraba sentado en la sala de espera de un hospital, sin rasguño alguno y rodeado de familiares de Fátima y propios. El miedo y la angustia que sentía por Fátima eran tan grandes como mi amor secreto hacia ella. Mientras estaba en la sala, meditaba sobre todo eso que sentía por ella y en lo estúpido que había sido por callarlo tanto tiempo. Así que decidí que en cuanto la viera le diría todo, sin importar nada, sin embargo mi plan se vio alterado.

Una enfermera irrumpió con una violencia que de golpe rompió el sosiego en los familiares presentes y por supuesto en mí; atravesó el pasillo solicitando con gritos de desesperación un equipo de resucitación para la habitación 506. A juzgar por la reacción de todos los conocidos, supuse que era la habitación en la que Fátima estaba internada. El doctor junto con dos enfermeros más corrieron tan rápido como pudieron hacia la habitación y yo detrás de ellos. No entré para evitar interferir en las labores de resucitación, además de que había visto suficientes películas en las que yo terminaría con una aguja en el cuello con alguna especie de tranquilizante en ella, y yo no quería eso. Tras unos minutos de incertidumbre, escuché al doctor preguntando por la hora de muerte. No lo había logrado. En ese momento sentí como si el mismísimo infierno hubiera pactado con el cielo caer sobre mi pecho.

El personal del hospital abandonó la habitación y en ese momento tomé ventaja para entrar en ella. Necesitaba asegurarme con mis propios ojos que lo recién escuchado era verdad. Entré con mis piernas trémulas y caminando con una parsimonia que el cuerpo advertía al corazón sobre lo que estaba a punto de ver. Y ahí estaba el cuerpo inmóvil cubierto con una manta blanca. Cada paso que daba me llenaba un poquito más de pesadumbre. Tomé la manta y descubrí el rostro: el fallecido era yo. Ahí estaba sin vida y con un amor del que nunca pude hablar.

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