Por Carlos LM
Twitter: @Bigmaud

Compartir audífonos: acto lleno de ternura que no se hace con cualquiera. La música llevada a la intimidad para sumergirse en ella y abandonar al resto del mundo. Ni hace falta nada más durante ese tiempo. Lo que rodea pierde puntos frente a canciones que dicen todo lo que necesita.

Amén de la compañía, cuando la música se escucha en soledad con audífonos se presentan otras particularidades. Quien lo hace tiene consideración por lo demás, pero también un dejo de rebelde. No le importa sacrificar el contacto con el entorno inmediato. Lo minimiza frente al placer personal. Para qué conversar con el señor de a lado si puedo escuchar a Leonard Cohen. Lo siento, usted pierde. Y el volumen sube para reafirmar la introspección. Porque por fuera nada se detiene. La gente camina, grita, saluda, sube al camión, desaparece para siempre. Y por dentro da más o menos lo mismo. La música recubre, se trata de una manta que se pasea por las venas, que atraviesa los poros. Aunque también revuelve hasta acabar con el estómago. El placer producido por las canciones dolorosas.

Vuelvo a lo de compartir los audífonos. Puedes ver a esa actividad en una vitrina no muy lejana al estante donde están los besos. Que no se confunda: esto va más allá de pasarle música a otra persona para que la escuche desde su casa. No,  acá se comparten muchos otros detalles. La cercanía, el cobijo, el instante. Escucha al cantante que pronto soltará lo que quiero decirte. Ni hace falta mirarse el uno al otro. Cerrar los ojos. Eso. Lo que importa es que esté cerca de ti. Mientras por dentro te preguntas si habrá sintonía.

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