de Adolfo Best Maugard*

por Arturo Garmendia


Un clásico recuperado
He aquí a la última de las películas malditas mexicanas, que emerge de un secuestro de más de cincuenta años, motivado no por razones políticas como La Rosa Blanca y La sombra del caudillo, sino por causas de “moral pública”. La Mancha de Sangre, filmada en 1937, no fue estrenada sino hasta 1943 en una sala segundona (el Politeama, que antes había sido teatro de revista) en una versión muy mutilada, pues el entonces Jefe del Departamento de Cine, Felipe Gregorio Castillo, había prohibido en 1942 que se exhibiera pretextando que “su contenido no satisface lo preceptuado en el artículo segundo del Reglamento de Supervisión Cinematográfica en vigor”.
Desaparecida por largos años, La Mancha de Sangre sería mal recordada por Salvador Elizondo, en un memorable artículo, Moral sexual y moraleja en el cine mexicano, en la revista Nuevo Cine número 1 (1961), en los siguientes términos:

“Este film, ahora casi olvidado, se convirtió a lo largo de los años en una leyenda, una leyenda secreta que los escolapios del Colegio México evocábamos con terror fascinante: ¡La Mancha de Sangre!; la mera enunciación de este título evocaba en nuestras mentes, todavía adormiladas por el “Hovkah” de la Primera Comunión, imágenes de cabaret donde hombres y mujeres bailaban desnudos cheek to cheek, donde los hombres con mujeres esbozaban en la penumbra, sobre bruñidas camas de latón, tenaces y provocativas calistenias. ¿Idealizaciones del recuerdo? ¿Espectro borroso de nuestro despertar a la vida? ¿Ilusión óptica de la memoria? ¿Quién lo sabría? Lo cierto es que desde entonces escrutamos afanosamente los pequeños insertos de las carteleras del “circuito” y en los desgarrados tapiales de Guerrero y Santa María la Redonda buscamos el indicio de esa presencia, ese “bizcocho mojado en te”, inútilmente. La Mancha de Sangre se ha borrado por completo”.

Emilio García Riera, en su imprescindible Historia Documental del Cine Mexicano, Tomo 1 (1992), registra dos testimonios más respecto a la cinta: del escritor de derecha René Capistrán Garza en la revista Cine (1938), quien reconoce “la naturalidad pasmosa de la sensual y emotiva Stella Inda, la suma originalidad y el sentido exacto del personaje interpretado por Batemberg y el modo en que el hampa fue trasplantada fiel, exacta, rigurosamente a la pantalla”; sin embargo, objeta que desde el punto de vista moral resulta “inadmisible”. En cambio, Adolfas Mekas, crítico y cineasta fundador del cine underground norteamericano, logró ver la cinta en México en 1959, y escribió en la revista neoyorquina Film Culture: “Desenterré y vi un interesante largometraje pornográfico, La Mancha de Sangre. Es malo como película y peor como pornografía”. A cada cual su propio escándalo.

Para fortuna de cinéfilos e historiadores cinematográficos, La Mancha de Sangre está disponible nuevamente. Ha sido rescatada por la Filmoteca de la UNAM, aún cuando no en condiciones óptimas. Constaba de nueve rollos de imagen y otros tantos de sonido, y se han perdido definitivamente dos: el sexto de sonido y el noveno de imagen. Aún así, su exhibición resulta inteligible.

La Mancha de Sangre es un cabaret de mala muerte. Ahí ficha una prostituta de nombre emblemático si los hay: Camelia (Stella Inda), padroteada por el robusto vividor de origen alemán Gastón (H.G. Batemberg), que también compra de chueco objetos robados. A este antro llega Guillermo (José Casal), joven provinciano recién avecindado en la capital, que se ha lanzado a la calle a buscar trabajo, sin conseguirlo. Camelia asume su protección y lo presenta con el hampón El Príncipe (Manuel Dondé) y sus dos compinches, quienes le invitan a unos tragos.

Gastón advierte que Camelia se ha encaprichado con el chiquillo y llama a su pupila a cuentas, pero ella hace caso omiso de las advertencias de su lenón. Gastón decide entonces darle un escarmiento al joven, y éste sale huyendo, mientras Camelia, como una fiera, agrede a su protector. A partir de ahí, las visitas que la fichera debe hacerle para compartir su lecho se le hacen cada vez más repugnantes.

Guillermo y Camelia se citan en el jardín de Garibaldi, donde se confunden con otras parejas y permiten que un fotógrafo ambulante les saque una foto. Después, Camelia lo invita a su cuarto de vecindad donde se hacen amantes. Pero Guillermo desaparece y, presa de la rutina del cabaret, Camelia se torna lánguida e irritable. En la soledad de su cuartucho desespera y evoca a su amante, mientras su padrote se destrampa orgiásticamente en su cuchitril.

Finalmente, Guillermo regresa: ha sustituido su gastado overol por un tacuche pachuquesco y, eufórico, invita las copas y baila con Camelia, perpleja ante su transformación. Guillermo le confiesa que El Príncipe lo ha integrado a su banda y pronto dará un golpe que lo enriquecerá. Camelia averigua el día exacto en que se cometerá el robo.

Enamorada, satisfecha, Camelia alquila un departamento y lleva a ese nidito de amor a su amante. Ahí, ante la foto que les tomaron en Garibaldi, lo convence de no asistir al asalto y quedarse con ella.

Elípticamente enlazamos con un policía que, en las afueras de La Mancha de Sangre, interroga a un bolerito sobre el paradero de El Príncipe; a continuación va y le detiene, obligándole a confesar a quién ha vendido las joyas robadas.

El último rollo de la cinta corresponde a la fuga del delatado Gastón y su irrupción armada en el departamento de Camelia, su enfrentamiento a tiros con el policía, su muerte y con ella la posibilidad de una nueva vida para la pareja central.

Como puede advertirse, la historia escrita por Miguel Ruiz, argumentista también de Fernando Fuentes para El Prisionero 13 (1933), tiene una estructura lineal, carece de complicaciones dramáticas, sus personajes son de una sola pieza y es tan sencilla que pudiera parecer banal. No lo es, gracias a la mirada del director. Aquí lo que importa no es la historia, sino cómo está contada.

La mirada documental
Lo primero que llama la atención de la puesta en escena es su mirada documental. El cabaret, que es eje de la acción y espacio casi exclusivo de la misma, se distingue por su riguroso realismo, pese a ser sólo una reproducción de estudio. En esto y en la decoración mural, de trazos ondulantes y sensuales, se advierten las dotes plásticas de Best Maugard, quien también hizo carrera dentro de la Escuela Mexicana de Pintura.

La Mancha de Sangre, pese a lo tremebundo de su título, no es ni la decadente casa de citas porfiriana de Santa, ni el expresionista jacalón envuelto en brumas jarochas de La mujer del puerto. Se trata de un humilde galerón de barriada, con su barra de madera tallada, sus reservados para cuatro personas, su pista de baile y un reducido escenario para la orquesta, en cuyo podio Gamboa Ceballos prodiga las melódicas líneas de danzones sincopados y sensuales, que dan ritmo y sustancia a la descolorida trama. En las tomas de conjunto el antro parece estrecho, pero visto en detalle es tan amplio como nuestra imaginación lo requiera, gracias a la sabiduría del encuadre y a la eliminación realista, límpida y mesurada de los maestros Agustín Jiménez y Ross Fisher.

La Mancha de Sangre no sería nada sin la humanidad danzante o doliente que la puebla. Aquí las enseñanzas directas de Serguei M. Eisenstein a Best Maugard (sí las hubo; ya que de que fueron compinches de parranda, cuando el primero vino a filmar ¡Que viva México!, –por lo menos_ estamos ciertos) son decisivas: la presencia de Stella Inda, sobre quién gira toda la película, no tendría la fuerza que tiene sin esa muchedumbre que la rodea, la enmarca, la realza, le da réplica o le sirve como espejo; sin esas prostitutas proletarias, idénticas a las retratadas por Brancussi y Cartier-Bresson en esa época, que son su corte, su coro y, en su momento, sus Erinias; sin la participación del bolero de overol, el vendedor de toques eléctricos, la anciana que proporciona esencias aromáticas, a tanto el golpe de atomizador, la tortera, los pachuchos y sus peculiares atavíos y toda esa canalla feliz y embriagada que juega rayuela, se hace “dar grasa”,baila danzones hasta desquiciarse, le pide a los tríos la canción “que más les llega”, requiere de amores efímeros de las prostitutas, consume modestos ponches, anises y algunas cervezas, recoge colillas, se retira  “rasguñando la pader”, chilla, grita y se encarama a los respaldos de los reservados o se desploma sin sentido en la banqueta más cercana… En suma la escuela del tipo y las tesis de hacer de la masa popular la protagonista de la historia, las bases de la estética del cine de la Revolución de Octubre, aquí se encuentran al servicio de los bajos fondos mexicanos, durante el cardenismo.

Es paradójico, pero es así. Quizás la visión del primer filme de Best Maugard, el mediometraje Humanidad (1934), sobre las instituciones de beneficencia pública de la época, confirmará esta influencia eisensteniana; pero lo definitivo es que si la bobalicona historia de una prostituta enamorada de un inocente muchachillo se sostiene es porque el universo en que se desarrolla es totalmente creíble.

Ahora bien, la mirada documental de Best Maugard cimenta la construcción de la cinta, más no es su cúspide. Para alcanzar debemos hacer un análisis más profundo.

La creación de un personaje
Al interior del filme hay una secuencia aparentemente gratuita: no tiene referencia directa con la acción principal, no hace avanzar la trama, no nos informa de algo nuevo respecto a los personajes en pugna y sin embargo es la clave secreta del relato: Gastón ha organizado una encerrona orgiástica con sus amigos y algunas putas en su departamento.
Cuando empieza la secuencia la orgía ya ha avanzado. El ambiente es denso; entre humo de cigarro y licor las chicas, atontadas, circulan en paños menores: sus prendas íntimas penden de las lámparas, decoran las paredes, invaden el mobiliario.

Cuchicheos, malicia, pareja amarteladas, bruscas carcajadas libidinosas. De pronto, una de las pirujas se levanta y sale del cuarto despojándose de sus últimas prendas, prometiéndoles a los muchachos darles “un buen quemón”. Los gandallas miran expectantes hacia el frente y sorpresivamente una mujer desnuda, envuelta en una gasa transparente, inicia un ritual de seducción erótica. Su imagen se aísla rigurosamente del contexto interior.

Situada ante un fondo en blanco, que ondula gracias a una proyección en transparencia de otras telas en suave movimiento, su cuerpo no se oculta sino que se ofrece, opulento y dispuesto, a nuestra codicia de mirones. Después se desvanece lentamente en la oscuridad.

Es un golpe maestro. De un plano a otro pasamos de la crápula infecta, al erotismo más depurado. Best Maugard nos ha escamoteado el exhibicionismo procaz que esperábamos por una visión idealizada, sublimada del mismo asunto. De mirones nos ha transformado en diletantti.

Este procedimiento se reitera por lo menos en otras tres oportunidades en el filme, que marcan nítidamente la evolución sentimental de la protagonista. En una de sus escenas más notables, asistimos al descanso vespertino de Camelia, en la intimidad de su desastrado cuarto de vecindad: camastro destendido, basura en el suelo, tocador colmado de bibelots de dudoso gusto. En paños menores y bata transparente, pasa un plumero por encima de los muebles, toma una escoba y empieza a barrer, pero pronto desiste y esconde los escombros bajo la cama, para ir a acodarse frente al espejo, donde cree mirar a su amado y, súbitamente consciente de sus sentimientos, conjura la aparición arrojándole un puñado de crema facial. Nuevamente, con un solo corte, de la mirada documental hemos pasado a la mirada subjetiva; de la actitud irónica, autosuficiente que teníamos como espectadores de una buena muestra de huevonería femenina, hemos pasado en un instante a sentirnos solidarios con esa mujer que, angustiada, descubre que se ha enamorado.

De la misma manera, la vulgar cabaretera que rueda por el suelo trenzada en furiosa riña con otra suripanta y luego se consuela embriagándose con cerveza; se humaniza cuando una imprevisible toma en picada nos la muestra mojando en su vaso el dedo,  para trazar en la mesa del bar dos corazones concéntricos; o cuando, en otro momento similar, tras embriagarse y bailar desenfrenadamente, agobiada por la ausencia de su amante, Camelia se derrumba sobre una marimba.

De las primeras imágenes de Stella Inda, altiva y segura de sí misma, señora del cabaret y dueña de su cuerpo y su destino, a éstas de una mujer avasallada por la pasión, hay un itinerario que es lo único que a la cinta le interesa mostrar: el rostro de una mujer enamorada, al margen del mundo, sin moral y sin ley.

Un punto de vista amoral
La propuesta es insólita, vista en su contexto. Una mujer tan libre de principios, tan clara acerca de lo que desea y tan dispuesta a conseguirlo “a como de lugar” no tenía precedentes en el cine nacional y es en cambio antecedente obligado del personaje representado años después por Ninón Sevilla en varias cintas de Alberto Gout, y aún la sombra que guía los pasos de la protagonista de Amor a la vuelta de la esquina de Alberto Cortés (1990).

Pero si algún aire de familia tiene La Mancha de Sangre es el que la emparenta con el cine de la nueva objetividad (neue sachlichkeit) de la República de Weimar alemana, con G. W. Pabst a la cabeza. En efecto, La calle sin alegría, La caja de Pandora o Páginas de un diario, del autor austríaco, como tantas otras obras de esa escuela, se caracterizan por “el entusiasmo por la realidad inmediata, por el deseo de tomar las cosas en forma totalmente objetiva, sin revestirlas con implicaciones idealistas”, como señala Siegfried Kracauer en su clásico estudio De Caligari a Hitler, pero añade: “Rasgo principal del nuevo realismo es su disgusto por formular preguntas, por tomar partido”. Ni conformismo ni reformismo: únicamente registro riguroso de la realidad.

En La caja de Pandora, Lulú, la inolvidable Louise Brooks, tras una búsqueda insaciable del amor, muere a manos de Jack, el Destripador, pero su muerte no es castigo ni redención de su conducta sexual, sino simplemente una cúspide: la conjunción del amor y la muerte; y en La calle sin alegría, Pabst es suficientemente valiente como para detallar el horror de la miseria social, pero no le importa llegar a conclusiones morales, sociales o políticas y permite que su heroína (Greta Garbo, nada menos) se salve de la ignominia gracias a los oficios de un apuesto teniente que parece fortuitamente en el último momento.

En La Mancha de Sangre sucede algo parecido. Aún cuando en la escena postrera Camelia proclama que ahora podrá aspirar a una nueva vida, la narración no ha proporcionado mucha evidencia de que ello sea posible: Camelia no ha mostrado disposición o inclinación alguna hacia otro tipo de trabajo, y Guillermo, pese a todo su candor e inocencia, nunca pone reparos a que Camelia pague por sus alimentos, no le parece mal participar en un robo y desde luego no objeta ni se pone remilgoso porque se amante se dedique a fichar.

En estas condiciones, el final feliz de La Mancha de Sangre no tiene pretensiones redentoras, sino que subraya la amoralidad del medio que retrata: todo lo que ha sucedido es que una prostituta ha cambiado un padrote barbaján y prepotente por un pachuco barbilindo, que a la vuelta de unos cuantos años se habrá transformado en lo que fue su rival.

Para afinar esta lectura, que se hace entre líneas, habría que considerar el uso de la elipsis que hace Best Maugard a lo largo del relato. Recordemos como Guillermo se transforma, de un momento a otro, de obrero desempleado a hamponcete presumido, sin que medie explicación alguna. O, más significativamente, la recomendación de Camelia a Guillermo de que no participe en el robo / el interrogatorio del policía al bolero sobre el paradero de El Príncipe / y la escena de la detención de los bandidos, lo que permite suponer que Camelia los ha delatado.

Sin embargo las anteriores no son más que conjeturas, toda vez que, como se ha dicho, del último rollo no se conserva más que la pista sonora. ¿Cómo interpretaríamos escenas tan insólitas como las que hemos narrado si de ellas se hubiera conservado únicamente el sonido?

En La Mancha de Sangre la imagen es fundamental, y a falta de ella bien pudiera ser que el desenlace no fuera el que los diálogos nos hacen creer que es. ¿Cuán más negra no sería la heroína, si a su plan para desembarazarse de su padrote añadiera el de ajusticiarlo por su propia mano, por ejemplo? ¿Y qué si la policía, tras liquidar al maleante, se apropiara del fruto del botín?

En este final obligadamente abierto, lo único cierto es que el último velo de La Mancha de Sangre aún no ha caído, lo que la hace aún más inquietante.        

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Artículo publicado originalmente en la revista Dicine, No. 63, julio agosto de 1995.

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