Por: Carlos LM
Twitter: @Bigmaud

 

 

No necesitas tener 80 años para sentirte viejo. A veces ni siquiera hacen falta 40. Con algunas noticias es suficiente.

Hace poco me avisaron que murió el director de la secundaria/preparatoria donde estudié hace tiempo. La noticia me sorprendió tanto que sentí un nudo en la garganta. Tuve que salir de la habitación para tomar un respiro.

En un principio parecería una reacción exagerada. Lo fue para mí. No era mi amigo. Jamás sentí un aprecio personal hacia ese hombre. Tampoco lo odié o le hice una maldad que ameritara algún tipo de remordimiento. Lo poco que lo traté en su faceta como director, fue apenas suficiente para que entrara en la extensa categoría de “me cae bien a secas” que manejo a nivel interno para llevar un registro de las personas que he conocido a lo largo de la vida.  Dista de estar en un nivel demasiado exclusivo. Podría decirse que está en el apartado default de los lugares que tengo. Un aproximado de ochocientas personas se encuentran en ese rango de la lista, en contraposición a otras de mayor prestigio como la de “los adoro”, en la que apenas y se encuentran unos seis individuos.

Quizás lo que me llevó a tener una sensación tan fuerte, fue lo que la noticia de su muerte puso en evidencia: ya no soy tan joven. Yo sé que sería descabellado decir que soy un anciano decrépito. Es verdad que hasta ahora no me he visto en la necesidad de comer comida licuada, que soy lo suficientemente fuerte para poder ir al baño sin el auxilio de un pañal de emergencia y que hasta ahora ningún joven se ha ofrecido a ayudarme a cruzar la calle en un acto bondadoso con el que aspira a ganarse un lugar en el cielo.

Pero vuelvo a eso: ya no soy tan joven. Hay varias señales. Cuando salgo a la calle tengo la impresión de que hay pocas personas que sean más viejas que yo. El país está contaminado por bebés, niños y adolescentes. Ellos son los culpables de provocar el contraste que lleva a que en la caja del supermercado me digan “¿Encontró lo que buscaba, señor?”, en vez de decir el más apropiado “¿Encontró lo que buscaba, ser de luz en plenitud?”.

Ya más calmado, platiqué con mi madre al respecto. “El señor tenía 78 años”, me dijo. “Era muy joven para morir, sin dudas, una pena”, le dije.

Empiezo a quedar atrás. Algunos integrantes de mi generación han tenido hijos, se han casado y uno que otro ha muerto. Ya no es solo esa figura mayor del director la que influye en la consternación. Son los de la misma edad los que ponen en evidencia el paso del tiempo.

Casi nadie ha caído en cuenta, pero los parámetros de edad se han transformado en los últimos tiempos. Ya todos lados están invadidos por jóvenes. El cambio ha sido lo suficientemente sutil para que se adoptara con una normalidad generalizada. Sin reclamos ni sobresaltos que hacen sospechar lo peor. Acaso se trate de una estrategia de control elaborada por un poder oculto. Los signos de alarma están en todos lados.  En la actualidad lo juvenil deambula sin clemencia en todos los aspectos de la vida para desplazar a los vejetes de 24 años en adelante, incluso en terrenos que en otrora no les pertenecían. Pregúntenlo en las universidades, si no creen. En tiempos remotos, solo se admitía a estudiantes mayores de 30 años, siempre y cuando llevaran bigote. En cambio ahora resulta que hay sujetos nacidos en 1994 que están estudiando una carrera. ¡Pero si apenas tienen como ocho años de edad! Que las figuras administrativas hagan bien sus cuentas. Lleven a esos niñitos de regreso a la sala de maternidad.

Conforme se envejece se cierran las oportunidades. Ya después de los quince años resulta raro comprar figuras de acción o subir a juegos mecánicos. Luego es peor. Hay actividades de las que debes despedirte por el temor a que te tachen de aferrado. Adiós a los peluches, adiós a ser alimentado con una cuchara que simule ser un avioncito.

Los días son terribles cuando te conviertes en un viejo acabado.

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