Por: Regina Mitre


Twitter: @reginaafalange


 


El primer día creí que no cumpliría su palabra, me tomó delicadamente y me llevó hacia su nariz evocando toda clase de recuerdos. De la cajetilla, se decidió por mí, el resto de mis hermanos cayeron al purgatorio en forma de basurero. Llevo treinta y tres días alojado en su cartera de piel; me gusta estar con ella, soy afortunado. Hay veces que me pierdo en el desvarío de quemarla por dentro. —Te digo que he dejado atrás todo lo malo de mi vida, el último día que vi a Eloy dejé de fumar también y no voltearé atrás— repetía con exactitud cada vez que se le cuestionaba por su reciente soltería.



Había días fáciles que ni siquiera me miraba, en cambio otros donde sólo abría su cartera para tomarme y sentirme entre sus dedos cuando los nervios podían más que ella; a veces me sujetaba para colocarme en sus labios y me mordía embelesada; frustrado, regresaba a mi cárcel entre tarjetas de crédito y monedas.


Es viernes, la misma canción cada noche. Es su favorita, también la mía:


“Dame el humo de tu boca.

Anda, que así me vuelvo loca. 

Corre que quiero enloquecer 

de placer, 
sintiendo ese calor 

del humo embriagador…”


Desde el buró de su cama la escucho a lo lejos; se observa en el espejo mientras se coloca lápiz labial, el ansia me consume de pensarme regocijando en el rojo de su boca. De un momento a otro nos encontramos en un bar:

¿Área de fumar o no fumar, señorita?
De no fumar, gracias.


Sentada, golpea sus dedos contra la mesa, cuatro chicles después, opta por salir a tomar aire fresco. Andrea no responde el teléfono y seguir sola en una mesa parece un chiste cruel.

Disculpa, ¿tienes fuego?— son las palabras malditas de la boca de José, el extraño que conocerá lo suficiente esta noche.
No fumo, lo siento.


 

Tres horas después: dos copas sobre la mesa de la sala de un departamento frío. El merlot no le gusta, ¿por qué ha bebido dos copas?

Entonces, el día que terminé con Eloy, dejé de fumar también— escucho por décima vez.


Tengo un mal presentimiento.


José enciende un cigarrillo y yo pronuncio una oración por mi colega consumado. No recuerdo cuánto tiempo pasó, unos pies desnudos sobre la alfombra de la habitación, unos pies que también caminan sobre la madera de la sala. Era ella; toma su bolso y me lleva consigo a la cama; José, ese tonto, toma un fósforo y me quema por debajo. Si he de morir, que sea en el honor de los labios carmín, ella inhala mi espíritu impaciente y exhala plácida. —Creí que no fumabas— pronuncia mi rival. —No lo hago, lo prendí para ti— y mi historia se extingue en la traición de la tragedia.


A la mañana siguiente llega a su casa derrotada; lentes oscuros y un café dulce porque la vida de por sí ya es muy amarga. La regadera redime algunos pecados, media hora después con el teléfono en su mano y diez dígitos como una fórmula que parece imposible olvidar, al otro lado del auricular una voz casi familiar: —Hola, habla Eloy, deja tu mensaje—.


Porque hay vicios que no pueden dejarse. 

DEJA UNA RESPUESTA

Please enter your comment!
Please enter your name here