Por: Carlos LM

Twitter: @bigmaud

 

 

Prefiero ir de pie en el autobús a compartir asiento con alguien más. Tengo razones de sobra. Cualquiera que tenga una ligera idea de cómo son los seres humanos podría entenderlo. La comodidad de un asiento no compensa el tener que soportar una presencia indeseada. Mucho menos el eventual tocamiento que puede ocurrir por culpa de un tope o bache. Más de una vez he experimentado el horror de sentir que un brazo desconocido roza uno de mis hombros. Y eso no es poca cosa. Piensen cuántos hombros han tocado en sus vidas y, seguramente, será una cantidad mínima. Los hombros son una parte privada, aunque popularmente no se les considere como tal. Basta decir que  la cintura y el cuello son lugares con una mayor exploración para darse cuenta del nivel que ocupan los hombros en la escala de intimidad.

Tampoco me agrada  pedirle permiso para pasar a tipos que, pudiéndose sentar pegados a la ventana, optaron por hacerlo en el asiento junto al pasillo, con el único propósito de obstruir el paso. Se trata de una costumbre nociva de la que también soy partidario, sin embargo tengo el decoro de reconocerme a mí mismo como un hombre vil. En cambio, hay personas que no, que caminan a diario creyendo que son los tipos más normales o buenos y que además convencen a los  demás de ello, aunque su postura ante la vida sea repudiable y digna de recibir atención psiquiátrica.

Los asientos desocupados suelen ser, pues, los de la ventana. Contrario a los viajes en avión o en autobuses que van de ciudad a ciudad, en los camiones urbanos las personas optan por sentarse en el lado del pasillo. Las ventanas son la peste; la mayoría de las calles no ofrecen el espectáculo suficiente como para compensar el hecho de que la salida desde ahí se complique: los compañeros de asiento siempre ponen mala cara cuando les pides el favor de que te permitan abandonar el lugar.

La reticencia a tomar asiento con desconocidos no corresponde solo a cuestiones de privacidad o de espacio. Después de todo, cuando se va de pie, a veces también toca ir apretado.  Cuando subes a un camión las circunstancias juegan en tu contra. Casi siempre. Al final de poco importa ya, las vidas de quienes vamos dentro del transporte público valen tan poco que ni siquiera es necesario que los asientos cuenten con cinturones de seguridad. Esos sistemas son exclusivos de automóviles o vehículos donde va gente verdaderamente importante.

El desánimo aumenta cuando, por la ventana, alcanzas a ver a esas familias felices que van en camionetas para siete pasajeros y pantallas en la que se proyectan películas de dibujos animados. El pensamiento automático es que deberías estar ahí, no en medio de una lámina con frenos.

Como puede verse, las  razones para ir de pie son justificadas. Aunque tampoco se trate de una alternativa paradisiaca precisamente: los tubos que sirven de sostén  son poco higiénicos y apenas se abandonan resulta imprescindible hundir el brazo en gel antibacterial. Dentro del transporte público no hay escapatoria. Cada objeto y cada rincón llevan la miseria en pleno.

Con todo, el ir parado reduce ese riesgo de que un codo desconocido toque durante un milisegundo la piel a la que con tanto empeño se enjabonó durante la ducha. Esto le comentaba a un compañero el otro día antes de que me presentara a su madre, una terapeuta de renombre. 

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