Por: Mayra Carrera

Twitter: @Advanita

 

 

Siempre creí que era como una caja de tesoros, ella nunca me prohibió abrirlo pero yo sabía que ahí guardaba muchos secretos; entre mantos blancos y algunos amarillentos, mi nana escondía dinero, también había oraciones y un puñado de colorines que decía eran para la buena suerte y para que nunca faltara el dinero. Había también bolsas de plástico con distintas hierbas: comino, orégano, laurel y alguno que otro ajo perdido entre los mantos.

 

El olor era muy singular, era un aroma a muchas hierbas mezcladas y era tanto, que me daba cuenta perfectamente cuando ella lo abría, impregnaba la cocina, tenía siempre ahí a la mano su monedero con seguros alrededor, estaba lleno de colorines y también de dinero porque nunca le faltó, trabajó siempre muy duro para que no nos faltara nada. Doblaba los billetes de una forma muy peculiar, los tenía todos muy juntitos y siempre tuvo la confianza suficiente para decirme que tomara dinero de ahí cada que lo necesitara, pero nunca tomé de más y ella siempre lo supo.

 

Recuerdo que el cajón hacía un ruido en los rieles, mi nana lo abría con tanta insistencia, que se convertía en una melodía que ambientaba la cocina mientras los vapores de su comida revoloteaban al juntarse con el aire de la ventana y los rayos del sol.

 

Yo me sentaba a observarla cocinar mientras ella permanecía callada y ausente, sumergida en todos esos olores y sabores; verla así era todo un acontecimiento. El ruido del molcajete al pegar con la piedra volcánica mientras mezclaba los ajos con las hierbas era el que más disfrutaba, nunca le tuvo miedo el fuego, ni al picante, ni al frío… ni a la vida.

 

Ella se ha ido, no la veré más sumergida en ese ritual, ni la encontraré sentada en ese sillón viendo a la calle sufriendo la soledad de quien es abandonada por una nieta que no la supo apreciar lo suficiente después de casi dar la vida por ella. Eso lo cargaré por siempre.

 

Sentada aquí en esta mesa de esta cocina, veo el cajón de los secadores con miedo a que alguien llegue, lo abra y vuelvan a emanar esos aromas y me vuelvan a doler los recuerdos de quien hizo nada por ella, no quiero ver otra vez el contenido de ese cajón si no está ella para decirme: “Marita, pásame un secador para poner las gordas”.

 

 

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