Por: Víctor Alejandro Burgos

Twitter: @budasufi

 

 

Generalmente, la cruz del Ávila sólo la encienden en el mes de diciembre. Sin embargo, desde mi cama y a pesar de que está apagada el resto del año, puedo verla —o al menos eso es lo que creo— todas las noches. Pero en su lugar hay una cruz —otra cruz— o la silueta de una cruz, más oscura que la noche, densa, como si fuera la más sólida de las materias sobre la Tierra. Ahí está y su mera presencia no me deja dormir. No creo que me lo imagine o que sea una visión de ensueños, un espejismo onírico. La veo, ahí, antes de acostarme, observándome y luciendo un Cristo invisible, oscuro, multiforme, con tentáculos larguísimos que serpentean entre la ciudad, hurgando las sobras y las bocas, olfateando el miedo y distribuyendo dosis de muerte e indiferencia.

 

Cuando logro conciliar el sueño, la cruz se ha convertido en una mancha persistente y residual parecida a la que se nos forma cuando miramos directamente al sol o cualquier otra fuente de luz suficientemente potente. Entonces mis sueños son intranquilos, intermitentes, como ir en un tren observando el paisaje sin poder aferrarme a ningún detalle. Pero anoche tuve la pesadilla más vívida que he tenido en años. Asesiné a alguien y oculté su cuerpo en el piso de alguna habitación, bajo una capa de cemento. Todavía tengo la sensación de la culpa, del miedo a ser descubierto, de lo inútil y de lo fácil que había resultado matar. Recuerdo que me agachaba poniéndome de rodillas al ras del suelo y olfateaba entre las divisiones de la cerámica esperando que se escapara algún olor putrefacto. Pero nada. Durante toda la pericia del sueño, una cruz colgada en algún lugar que no pude ubicar, me miraba, auscultándome, omnipresente, en todas mis visiones oníricas.  

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