Por Dulce Villaseñor

Twitter:  @Doolcevita

 

Estoy volviéndome un recuerdo. Están saliéndome hilos por la boca y mis brazos son agujas que se clavan en la alfombra.

Pasan dos, tres, cinco horas. Observo desde el suelo la ventana entreabierta con sus persianas blancas llenas de polvo y de pasado. La luz entra y sale y baila con mis ojos. La luz es una fiesta y yo soy una bailarina sin piernas, una guerrera con una cicatriz en medio de la boca que grita “no me toques”.

Desgarro mi garganta con avispas y presiono mis ojos con los dedos para ver nada. Me encierro en un cuerpo sin forma y salgo nada más de noche cuando todos duermen o se ahogan en sus fluidos. Salgo para robar aire y energía de los cables callejeros para continuar tejiendo este recuerdo desmembrado.

Todo esto es una sala de espera. Soy un fantasma disfrazado de persona. Una mera copia del pasado desde que morí en el bosque, entre los árboles voraces y las ramas perdidas en medio de un incendio que aún no se ha apagado.

Mi recuerdo es más fuerte que yo. 

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