Por: Abraham Jácome
Twitter: @chicosintuiter

 

 

“Everybody goes, leaving those who fall behind”.

“Holocaust”, Big Star

 

En aquella época padecíamos la propagación de un virus letal. La gente moría por centenas tras unos pocos días del contagio y éste podía provenir de una leve exposición aérea. Había miles de infectados: muchos amigos, mi familia, conocidos, vecinos y demás. Por alguna razón inexplicable yo no estaba en esa lista.

Mi madre, siempre previsora y defensora de las causas perdidas, confiaba en lo que en aquel momento era el único atenuante conocido para dicha enfermedad; los comprabas en empaques individuales, similares a los de los muñecos de acción u otros juguetes. Eran del tamaño de la palma de la mano, del grosor de un puño cerrado. El cuerpo era gordo, color amarillo oscuro con rayas transversales, las patas, pequeñas, una cabeza grande con ojos enormes que abarcaban casi la totalidad de su superficie, ojos negros y tristes. Eran insectos vivos. Los comprabas en el súper, en la farmacia, casi en cualquier lado. Los comprabas y te los comías.

Digamos que ibas al súper y comprabas dos. Los llevabas a tu casa y guardabas uno en la alacena. Llevabas el otro a tu cuarto mientras veías cómo se movía dentro de su empaque. Te sentabas a ver televisión mientras abrías el plástico protector. Tomabas al insecto con las dos manos. Como eran grandes, tenías que sujetarlos así, ya que se retorcían y podías dejarlos caer accidentalmente. Lo tomabas y lo veías; su cabeza enorme y sus ojos negros. Por alguna razón eran tristes y se te quedaban viendo con ternura, o con una especie de extraño asombro. Como si por un momento pudieran entender lo que sucedía. Y no sucedía nada, sino que se había descubierto que un determinado químico presente en su sangre reducía significativamente el riesgo de contraer el virus.

Tomabas entonces el insecto entre tus manos y lo ponías a la altura de tus ojos para observarlo mejor. Extrañamente, dejaba entonces de moverse y se quedaba quieto, contemplándote. Lo llevabas a tu boca y lo introducías lentamente. Siempre de atrás hacia adelante; no masticabas la cabeza primero, la dejabas al final.

Recuerdo haberme sentado en mi cama por la noche, mirando los aviones pasar por la ventana. Introducía uno en mi boca y volteaba al espejo de pie pegado en la puerta. Podía ver la miseria en sus ojos mientras mordía la mitad de su cuerpo hasta arrancarla por completo. Cómo se me quedaba mirando a través del espejo y movía su cabeza lentamente de un lado a otro. Cómo seguía retorciéndose mientras masticaba la mitad inferior de su cuerpo y cómo escurrían sus intestinos por mi mano. Sus ojos negros, inmensos, en los que podía haberme perdido. Su cabeza, que no miraba a nadie más que a mí, fijamente, como si estuviera a punto de decirme algo, justo antes de meterme todo lo demás a la boca y masticar cabeza, que, según se había comprobado, poseía la mayor parte de los químicos necesarios para prevenir la enfermedad. Terminaba de comer, me paraba y apagaba la luz. Entonces me iba a dormir.

En aquella época mi madre los compraba por montones. Mi madre, que pronto iba a morir, quería prevenirme del contagio. Pero esos fueron los últimos días. Contraje el virus más pronto de lo que todos pensábamos y a pesar de que ya no tenía caso alguno, la costumbre de comerlos había ganado tanta fuerza, que seguí haciéndolo. Llegaba en la noche a mi casa y abría el frasco alto de cristal donde mi madre terminó por guardarlos. Los animales se encontraban amontonados unos encima de otros. Sacaba a los muertos y los tiraba al cesto hasta encontrar uno vivo; el sabor de los insectos muertos era desagradable. Lo tomaba entre mis manos y realizaba el ritual. Comía todo, hasta las vísceras que se escurrían. Quería aprovechar lo más posible.

***

Un día después de la muerte de mi madre, tras regresar de los servicios al mediodía, entré a casa de prisa y fui a mi cuarto a buscar el frasco. Desesperado, tiraba los cadáveres al piso buscando el único ser vivo que en el fondo me esperaba. Lo tomé entre mis manos y observé. Me miró fijamente con sus ojos profundos. Sus ojos, que parecían compartir mi soledad, más negros que de costumbre. Quedé extasiado en la contemplación de aquel ser que se movía suavemente. Su cuerpo era cálido y la luz que entraba por la ventana lo hacía lucir  brillante. Pasaron varios minutos durante los cuales se quedó casi inmóvil entre mis manos. Sus ojos, como toda la tristeza del mundo materializada.

De repente un escalofrío recorrió mi nuca y supe que la muerte sucedería. Metí al animal a la boca y lo engullí de un solo bocado. La sangre chorreaba por mi mentón mientras masticaba con mis muelas su cabeza.

Desperté en la calidez de mi habitación, con un leve escalofrío bajando por mi espalda. Rápidamente, el calor de las sábanas me hizo sentir cómodo, al tiempo que la luz del sol volvía mi cuerpo brillante. Me senté al borde de la cama mientras la soledad iba impregnando poco a poco el ambiente, volviendo todo a la normalidad, justo como en el sueño del cual acababa de despertar.

Miré hacia la ventana abierta; mas no había nubes, ni aviones, ni nada. Me levanté y caminé hacia la puerta, con la vista puesta en los ojos enormes, negros y tristes que me observaban al otro lado del espejo.

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