Por Bibiana Faulkner

Les contaré la historia de la señora María Marta Josefina Cruz Luna, nacida el veinticuatro de diciembre del año 1947, originaria del pueblo de Guadalupe en Celaya Guanajuato.

María Martha Josefina Cruz Luna me ha dicho que le hablemos con confianza, así que podemos llamarle Doña Mari, sí, con i latina.

Doña Mari tuvo catorce hijos, me ha confesado que a falta de televisor, radio y sobre todo anticonceptivos, Don Rufino (que en paz descanse), respetadísimo caporal de la hacienda “Tierra Llana”, llegaba a su humilde y pobre hogar con particular olor a vaca y le decía “El compadre Juancho me ha dicho otra forma de amarte, mujer, voltíate pallá” y entonces, siguiendo fielmente las ilustraciones del Kamasutra Positions, en aquél humilde y pobre hogar se cogía hasta no poder más.

Bien, no perdamos el meollo de la historia. Lo que yo fui a hacer al pueblo de Guadalupe, fue escuchar la historia de lesbianismo jamás contada, al menos no en tales circunstancias.

“Sabía yo que esas cosas son dil diablo pero verdá de Dios que uno no sabe cómo achicopalar el deseo por otra mujer”, me decía Doña Mari, de quien me sorprendía su singular facilidad de palabra. Yo le dije que la lujuria no se distorsionaba, que incluso debía escribirse con mayúscula por aquello de la clasificación de los pecados capitales.

Me platicó que hace no más de un año en un baile de esos de pueblo, llegó Natividad (hija del patrón de Tierra Llana) de la capital hecha toda una mujercita; que apenas la vio, se sintió esclava de ella y fue cuando Natividad se desapareció del enorme jardín con tanta rapidez, que Doña Mari comenzó a perseguirla ahora con los pies.

“¡Te las has pasado mirándome desde que llegué, María! ¡No regresaré con Eleuterio a menos que tenga una hacienda más grande que ésta!” Natividad le gritó a Doña Mari, sí, con i latina.

Eleuterio era hijo del alcohol. Ah, y también de Doña Mari.

“Estás vieja, te cuelga la panza, tu cabello es más blanco que mi piel y la gravedad no le ha hecho justicia a tus pechos”, dijo Natividad con desdén.

“Te he cogido mejor que mijo, también has mirádome desde que estás aquí y mis pechos están ardientes por ti”, contestó Doña Mari, y es que así eran sus encuentros con algunas mujeres de Guadalupe.

Yo le dije que cómo no iba a querer probar otra cosa después de “tanto palo”, como ella me dio permiso de escribir con toda confianza.

“Ora que si mi madre supiera no tendría diotra más que bañarme con agua bendita”, me decía Doña Mari. Yo le dije que ojalá pudiese bendecirse el alma porque el cuerpo ni con todas las ganas, ni con toda el agua esa.

El gusto por las mujeres es entonces más común y corriente que yo; el sentimiento hacia alguna de ellas duele más que la maldición de mil amores; la carne se vuelve blanda y el corazón pierde una de tantas batallas como las de Doña Mari, como las de siempre.

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