Por: Ángel Valenzuela

Twitter: @MetaFicticio

 

 

A Leonor la recuerdo en la Barceloneta. La playa nos había servido tantas veces de refugio y cómplice que aprendimos a amarla aún más durante el otoño, cuando el estío se había marchado y con él los bañistas, dejando el mar entero sólo para nosotros. Entonces solíamos recorrer Barcelona andando. Habíamos llegado a la ciudad condal como tantos otros estudiantes extranjeros y poco a poco comenzamos a habituarnos a ella. Leonor venía de la Argentina y yo de México, cada cual con su valija y un puñado de sueños.

Había aparecido una tarde al doblar el carrer de Comerç con el rostro lívido y sosteniendo un cigarrillo, andando a pasos cortos con cada bocanada, tratando de confundirse entre la gente. La observé venir de frente y detenerse junto al Mercat del Born. Ahí estuvo un rato contemplando a los transeúntes, con la mirada extraviada, ajena a la muchedumbre. Entonces seguí mi rumbo.

Durante algún tiempo continuamos cruzando caminos mientras vagabamos por el viejo barrio de La Ribera, donde el tiempo se suspendía y la luz mediterránea jugaba entre vestigios de grandeza medieval, hasta llegar a la playa de la Barceloneta. Cuando por casualidad nos encontrábamos, el instinto nos hacía buscar nuestras miradas y entonces, esbozando una sonrisa discreta, nos saludábamos con un gesto o una reverencia, ese lenguaje de quienes no precisan palabras.

Era así. Sabíamos que el Born te susurra, que sus voces son ancestrales y éstas se aprecian mejor caminando en solitario. Nunca pretendímos hacernos compañía durante aquellos paseos, de otra forma los ecos se perderían y no llegaríamos nunca a descifrar el secreto de este lugar. Alguna vez escuché que a Barcelona había que vivirla paso a paso, para descubrirla la única forma era hacerlo caminando, y así fue que también conocí a Leonor.

Una tarde a mediados de noviembre, al salir de Santa María del Mar, comencé el recorrido hacia el Mediterráneo sintiéndome observado. Fue hasta llegar a la playa que me percaté de su presencia y me dejé alcanzar junto al sereno oleaje.

—Sentí la brisa —me dijo con su irremediable acento rioplatense. Sentí cómo el frío te paraliza la cara. Así siempre podés saber que seguís vivo.

—La arena. Sentir mis pies descalzos sobre la arena, es lo que a mí me sirve para recordármelo —respondí mientras aceptaba el cigarrillo de su mano.

Con esta breve conversación, y luego de una hora compartida en el más exquisito silencio, nos despedíamos ante una frágil luna que ya temblaba sobre el vaivén del agua.

Leonor fue la casualidad más grande de mi vida: jamás nos buscamos, sin embargo, un azar inexplicable se había aliado al destino para que coincidiéramos en un tiempo y un espacio, y consecuentemente nuestros encuentros se extendieron al resto de la ciudad.

Todo el invierno fue así. Ya no era extraño verla sortear las incansables Ramblas para internarse en El Raval, recorrer la extensa simetría de la cuadrícula del Eixample o respirar el ambiente vespertino de los pequeños cafés en Gràcia. En ocasiones continuabamos el trayecto final del paseo hombro a hombro para terminar, ambos sabíamos que así debía ser, en La Barceloneta.

 

Durante las fiestas decembrinas, el bullicio se intensificó una vez más con la llegada y salida de turistas. Nuestra frugal existencia nos impedía regresar a nuestros países de origen, a nuestras familias: decidimos que Leonor vendría al piso y pasaríamos los últimos días del año juntos. Beberíamos vino, comeríamos pa amb tomaquet y no saldríamos durante una semana entera. «¿Que decís? ¡Una semana!», imaginé como respuesta, pero mi propuesta fue tan solemne que simplemente asintió en silencio.

Después de tomar lo necesario del hostal donde aún después de meses seguía alojándose, nos dirigimos hacia el edificio ubicado en la calle de Avinyó, en pleno Barri Gòtic. A mí me gustaba vivir ahí y no me cansaba de repetirle con cierto orgullo lo que había escuchado en la Plaça de l’Angel en voz de un anciano catalán enamorado de su vecindario.

—¿Sabías que Les Madamoiselles d’Avignon de Picasso no eran sino unas putitas que trabajaban esta calle? Me lo ha dicho don Ferran Puig.

—Sos un pelotudo. —replicaba entre risas. Ese tío es un colifa. Se le va la olla y vos le creés todo.

Una vez instalados nos dedicamos a la lectura, al amor y a observarnos mutuamente en la insoportable cotidianidad. El vino aún no se agotaba cuando, a pesar de lo planeado, desistimos de la idea: no duramos sino tres días en el piso antes de salir a las calles y volver al mar. Nos gustaba pensar que éste reclamaba nuestra presencia, y con el tiempo concluí que tal argumento nos servía de indulto a la evidente falta de voluntad que nos delataba al dejar nuestro plan inconcluso.

 

Cuando la primavera fue inevitable, ya sospechaba lo que habría de venir. Era natural, ni Leonor ni yo conocíamos la palabra futuro, por lo tanto resultaba absurdo tomarle en cuenta o siquiera hablar de él. Pensaba todo esto camino a la librería, pues habría de comprar un libro para obsequiarle cuando el azar nos llevara otra vez a la mar. Era la fiesta de Sant Jordi, y la costumbre barcelonesa es que tal día sus habitantes se regalan entre sí un libro y una rosa. En aquella ocasión la busqué. Caminé por las cercanías de Montjuïc, esperando encontrarla vagando por Plaça Espanya. Recorrí con la mirada la ciudad entera desde el mirador en el Parc Güell, buscando en vano alguna señal. La esperé en una solitaria banca frente al templo de la Sagrada Familia, observándole y participando de una súbita comprensión mutua. Su inconclusión era la mía. Sentí el mismo vacío que me embargaba cuando dejaba de frecuentar el mar. Entonces lo supe:

—¡La Barceloneta! —pensé mientras me apresuraba a la estación del metro, no dispuesto a perder más tiempo. ¿Dónde podré encontrarla si no ahí?

En efecto, no bien hube avanzado unos pasos cuando Leonor ya estaba a mi lado, a espaldas de la Marina. Le entregué el ejemplar de La insoportable levedad del ser que llevaba para ella y sin explicarme, le dí un abrazo.

—Gracias —dijo con la decisión acostumbrada—. He venido a despedirme del Mediterráneo. Vos sabés que el verano se acerca y regreso a Argentina. Quiero recordar a la Barceloneta en otoño, cuando sólo la compartía con vos.

No me tomó por sorpresa. De cierto modo la comprendía y compartía su decisión de no volver más a la playa el poco tiempo que nos restaba en aquella ciudad. Supe que el último año de mi vida había sido prestado y que yo también habría de regresar a la realidad. Entonces tomé su mano y juntos le dijimos adiós a nuestra playa.

Esa tarde, al caminar de regreso, nos detuvimos junto al Colón. Contemplamos su mano firme, apuntando enfáticamente un dedo hacia América, mientras pactabamos en silencio como habría de ser nuestra despedida. No había necesidad de dramatizar. Concluí que sería mejor dejar que la casualidad nos permitiera coincidir de nuevo en las calles del Born, hasta nuestra partida. La saludaría entonces con discreción y sin cruzar palabra, pero con la indiscutible certeza de saber mías a Leonor, Barcelona y la mar.

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