Por: Maru Luarca

Twitter: @Lady_Micu

 

 

Una mañana desperté y Dios se había ido. 

 

Ni por un minuto consideré, en ese momento o mucho tiempo después, salir a buscarlo. Indagar el porqué de su repentina desaparición o los motivos para no volver a buscarme de nuevo.

 

Su ausencia parecía algo improbable tomando en cuenta que recibí una educación de esas tradicionales, empastada en cuero de cabritilla y escrita en pequeña letra marrón sobre papel de menos de 50 gramos. Me educaron como se educa a una pequeña princesa sin reino: recitando todas las reglas de la moral, del manual de Carreño y sobre todo, las diez Aves Marías y el Padre Nuestro como corolario del cántico de penas con que nos flagelamos los católicos. Una señorita de bien.

 

Cada tarde a las seis sentada en las largas bancas de la diminuta capilla del colegio, repetía devotamente una letanía de invocaciones carentes de sentido pero plagadas de pasión y mucha fe. Cada anochecer, antes de cerrar los ojos sobre la almohada fría, sostenía largas conversaciones con Dios. ¡Vaya que era buen conversador! Siempre comprensivo, siempre complaciente. Su voz y la mía, mitades exactas de un círculo infinito. 

 

Soltar un ¡Gracias a Dios! en medio de una conversación era expresar genuina gratitud y repetir el “Primero Dios” heredado de mi familia iba cargado de todas las expectativas que caben en la omnipotencia. Dios, queridos míos, hacía turnos 24/7 por esos días.

 

Por eso aquella mañana lo inaudito no era tanto su partida, sino mi ausencia de asombro ante el vacío.

 

Dios se había ido y la vida seguía como si nada.

 

El café sigue teniendo su aroma a mañana soleada, las flores no perdieron ni un grado de tonalidad y las nubes aún dibujan historias sobre el azul. El gato aún se despereza amodorrado entre mis sábanas, que por cierto, siguen estando limpias cada sábado en un ritual que sobrepasó en duración al de asistir a misa cada domingo. Las pieles que amo siguen siendo tibias y luminosas al contacto con la mía y aún me pierdo en el negro de las miradas que atesoro. 

 

Como cuando un amante se aleja todo lo cuestionable tiene otra luz. Dios, a la distancia, resultó ser un tipo plagado de absurdos: el hechor intelectual de una serie de prohibiciones descabelladas que siempre culminan en culpa. Su disposición para enredar las alas es impresionante. Un fulano inseguro que no tolera el mínimo cuestionamiento y cuyos ejércitos hablan de amor, pero practican la intransigencia. 

 

Dios se fue y si algún día vuelve, espero que sea ese tipo dispuesto a subir los pies al sofá mientras un domingo por la noche vemos una película de Jean Luc Godard, bebemos cerveza y reímos a carcajadas de una humanidad que espera ser salvada sin mover un músculo para librarse de sí misma. 

 

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