Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita

 

LIBERTÉ

CHAPTER III

A: Rüfus Kluge

 

 

Dejé unas cuantas migajas de mi corazón regadas por Roma y abordé un tren rumbo a Venecia; durante el camino iba reflexionando y haciéndome preguntas tales como: ¿Por qué estoy aquí?, ¿Por qué estoy haciendo todo esto solo?, ¿Cómo es que llegué a este punto en mi vida? Nunca he conocido los límites, cruzo fronteras como quien cruza una calle y amo mi libertad, por eso estaba ahí: lejos de todo y disfrutando cada segundo.

 

Pensé en que, previo a mi viaje, yo tuve una relación. La quería, jamás la amé pero la quería; mis intenciones eran buenas, pero cuando descubrí que no la amaba lo suficiente, me compré el boleto a Europa, fui a verla y a decirle que me iba. Ella dijo: Europa o yo. No lo pensé, al instante le respondí que prefería mi libertad y en ese momento Europa significaba eso: mi libertad.

 

Mis pensamientos se esfumaron porque de pronto ya estaba en Venecia. Salí del tren y el clima era agradable: soleado y fresco; había un aroma en el ambiente que envolvía y gente caminando por todos lados, estaba saturado y yo caminaba muy lento. Durante el camino a mi hotel me encontré un billete de 50 euros que usé para comprar comida y cigarros.

 

Estaba sentado ahí, comiendo y fumando con el patrocinio de la pérdida de alguien, así que mi estómago lo agradeció y yo también. Llegué contento a mi hotel, era tan especial y pequeño como una casita con pocas habitaciones. Me dieron la llave y, cuando entré, aquello era tan acogedor como la casa de la abuela, era de verdad reconfortante, hacía que te sintieras amado, a salvo, en paz. Dormí largo y tendido en medio de ese ambiente tan relajado.

 

Después salí a caminar por los canales, ¿cómo podía una ciudad tener calles de agua? ¿Cómo la gente podía vivir de esa forma? No lo sé, pero lo hacían y era tan normal; no podía hacer otra cosa mas que admirar el mar. Me senté en la orilla de un canal y suavemente puse mis pies encima del agua; cuando sentí que recorría mis dedos yo miraba a lo lejos todo el panorama, cerré mis ojos, pensé en que todo eso que estaba viviendo era mi libertad. Oh, sí, mi «liberté».

 

Me sentí solo y, como siempre, estaba pagando el precio: dejé a aquella mujer por serle fiel a mi libertad, sentí tristeza, no lo negaré, pero estaba siéndome fiel a mí, a mis deseos, a lo que soy. Tengo la capacidad de amar, lo sé; he amado a muchas mujeres y a cada una les dejo algo mío aunque ellas no se den cuenta en el momento, a cada una la tengo tatuada en alguna parte de mi ser, pero yo soy libertad, soledad, aventura, jamás he dejado de ser yo por ninguna mujer. Ni por nadie.

 

Venecia, el agua, mis pies, mis pensamientos y añoranzas. Mi corazón roto. Mi tristeza, mi decisión, mi soledad, mis lágrimas, todo eso estaba ahí esa noche de fiesta conmigo en ese canal inmenso lleno de agua y góndolas, de luces tenues. El escenario perfecto para preguntarme: ¿De qué mierda es que se trata la vida? Mi vida, la tuya, la de ellos, la de todos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Venecia, Italia. Fotografía original de Rufuskluge

 

Me fui a mi hotel sin respuestas y me quedé dormido. Al día siguiente con los ojos hinchados tomé mi equipaje, regresé a la estación de trenes y compré un boleto directo hacia Valencia, España. Venecia fue increíble aunque no como París o Roma (repleta de alcohol y sexo desenfrenado); Venecia fue la ciudad que me hizo mirar más allá del mar, me hizo ver mi interior, fue la que me vio llorar, la única hasta el momento que dejó que llorara y susurrara en sus canales sin decirme nada y sin ni juzgarme; la que me cobijó, la que fue cómplice de toda mi tristeza y que, con sus aguas calmas, le dio un poco de calma a mi corazón.

 

El tren hacia Valencia salía a las 11:00 am y apenas eran las 9:00, así que decidí darme un buen desayuno (ya que por lo regular siempre olvido desayunar), pero esta vez me compré dos baggets y un jugo de naranja. Eran enormes, así que solo alcancé a comer uno y medio, guardé el resto y salí a la banqueta a fumarme un cigarro.

 

Sobre la acera húmeda estaba una mujer dormida. Era gitana, se veía pobre, vencida, triste, desamparada; la desperté para darle mis refrigerio; no era mucho, pero era lo que tenía,  ella lo tomó y me agradeció tanto que yo sentí el corazón contento. Es un sentimiento hermoso el poder ayudar a alguien y, si pudiera, ayudaría a todos pero hago lo que puedo, lo que está a mi alcance. Tomé el tren. El recorrido hacia Valencia era de 5 horas, pero por fin llegué. Pensé: ¡Ahora ya estoy en una ciudad donde sí entenderán mi pinche idioma!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Gitana. Fotografía original de Rufuskluge

 

Valencia es bonita y de edificios grandes con muchos jóvenes caminando, todos sonrientes, tan relajados; el ambiente se sentía bien. Tomé un taxi que me llevó al hostal donde tenía mi reservación, pero al llegar no tenía nada y había de todo menos cupo. Estaba cayendo el ocaso y yo cayendo en cuenta que no tenía dónde chingados dormir. ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Me lleva la chingada! Me puse a buscar otros hostales, pero no encontré ni madres.

 

Derrotado y arrastrando mis maletas me metí a un restaurant donde vendían unas famosas croquetas y cañas (tarros de cerveza clara); comí como perro hambriento. No sabía qué hacer. Se me ocurrió la brillante idea de pensar que estaba en un hotel de 5 estrellas, me metí al baño y me puse mi mejor ropa de fiesta. El no tener dónde dormir no me detendría, así que salí del baño como modelo de pasarela, qué importaba que tuviera que cargar mi par de maletas, no me importaba nada. Yo lo que quería era beber y embriagarme, como siempre.

 

Caminé por un área turística. A cualquier bar que entraba, lo hacía con mi par de maletas: las colocaba al lado mío y pedía mis bebidas, era como si trajera un par de putas pero estas eran perfectas porque no hablaban, no bebían y lo que es mejor: no cobraban. De bar en bar se me fue la noche y llegó el punto en que era tanta mi borrachera que nadie entendía mi pinche español, así que paré de beber y a pensar dónde chingados dormiría.

 

Como era lógico y dada mi borrachera tipo albañil en 3 de mayo, no encontré nada. Vi un edificio muy bonito, antiguo y lujoso, agarré mi par de maletas y cayéndome de borracho les dije: ¡Ah, hola par de putas, hoy dormiré encima de ustedes dos! Las coloqué en el piso y me recosté con medio cuerpo encima de ellas, me cubrí con mi chamarra y me dormí.

 

Al amanecer estaba en una habitación: ¡Cómo llegué hasta aquí! Salté de la cama y en la otra estaba dormida una chica rubia y delgada, la desperté con cuidado y le pregunté cómo es que había llegado ahí, me dijo que me vio tirado y muriendo de frío, así que decidió darme asilo. Le agradecí tanto que solo pude tomar un vaso de agua con dos aspirinas; quería bañarme pero ya era demasiado atrevimiento, tomé a mis putas, bueno, mis maletas y salí de ahí aterrado, detuve el primer taxi y le pedí que me llevara a la estación de trenes.

 

Durante el camino pensaba en qué había hecho. No lo recordaba y entre más lo intentaba, más me dolía la cabeza. Por el espejo retrovisor del taxi me vi un chupete descomunal como si hubiesen querido succionarme el corazón por el cuello y me puse peor: ¿Se la metí, no se la metí, me cogió, me la cogí, me violó, la violé? ¡Dios mío! No recordaba ni madres, me bajé del taxi confundido, fui al baño y me vi en el espejo: estaba tan pálido como mármol de catedral.

 

Y así con la cara de muerto viviente compré un boleto. Destino: Valladolid, España.

 

La estación de Valladolid es pequeña, la más pequeña que yo había pisado estando en Europa. Las calles limpias y clima como de playa. Busqué un teléfono público para llamarle a una amiga y, cuando escuché su voz, sentí un gran alivio, por fin alguien de confianza en mi camino. Me dio una dirección, la anoté en mi mano, detuve un taxi y le pedí que me llevara; el tipo, al escuchar mi acento, notó que no era de ahí, me preguntó que de dónde era, dije que de México lindo y querido. ¡Joder, que casi no vemos mexicanos aquí!, exclamó. Me vale madre, quise responder, pero el tipo era amigable, me dijo que Valladolid no era una ciudad tan turística, entonces pensé que eso sería perfecto para conocer la ciudad más a fondo, su cultura y costumbres.

 

Llegué al lugar y había un parque, encendí un cigarro y minutos después, a lo lejos vi a mi amiga llegar y yo corrí hacia ella: la abracé fuerte porque sentí mucha felicidad y le dije cuánto la extrañé; a ambos nos dio mucho gusto vernos y estar juntos. Cuando llegamos a su apartamento compartimos cama y nos quedamos mirando el techo, me preguntó que cuánto tiempo me quedaría y le respondí con una pregunta: ¿Cuánto quieres que me quede? Dos semanas, respondió. Total, yo no tenía prisa, no tenía ni un boleto de vuelta, así que todo bien.

 

Sentí una paz infinita, pensé en lo calmado que sería todo. Dormí y por la tarde fuimos a ver a un amigo de ella, un tipo italiano que era muy amable. Al principio creí que hacía mal tercio, pero conforme pasó el tiempo, el ambiente se tornó entusiasta. Fuimos a un restaurant pequeño, ordenamos vino, croquetas y botanas. Mientras comía dije: ¡Qué bonita es España!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Valladolid, España. Fotografía original de Rufuskluge

 

Mientras ellos hablaban, yo caí en un limbo de pensamientos, pensaba en lo aventurero que soy y que a pesar de ser joven he vivido tanto con mi soledad a cuestas, con todo ese sexo, esa gente que aun estando conmigo me hace sentir profundamente solo. Tanto vacío. Tantas veces que me han roto el corazón y, de pronto, vinieron a mi pensamiento mis padres.

 

Vi la hora: ¿Qué estarán haciendo?, ¿a punto de dormir? ¿Y yo que estoy haciendo? A punto de caer ebrio, qué más. Pensé que quizá soy el hijo con más errores de todo el planeta, el hijo –creo yo– que no encaja con ellos porque no coincido en lo absoluto con sus enseñanzas ni valores, pero algo sí tenemos en común: el amor. Estando tan lejos los extrañé, los valoré, los echaba de menos. Les agradecí en silencio haberme dado la vida, darme y respetar mi libertad, pero sobre todo les agradecí dejarme ser yo, un hombre aventurero que baila, llora, que se siente solo, que coge como loco, que toca paredes, que siente éxtasis al poner los pies sobre el agua. El que no le teme a la aventura, el que viaja sin pensar y sin rumbo, que ama, perdona y olvida, que recuerda y añora. El que arrastra dos maletas y el corazón hecho pedazos. El que extrañaba a una mujer, a otra y a otra. Las extrañaba a todas.

 

Salí de mi letargo, nos despedimos del joven italiano y caminamos mi amiga y yo hacia su departamento, la recepción de ese edificio parecía escena de película de terror de bajo presupuesto, pero yo iba cargado de pensamientos, y así, embriagado de alcohol y sentimientos, le di gracias a la vida por todo y que aunque estaba en una cama ajena, lejos de casa, de mis amigos, hermanos y de mis padres, agradecí por lo que tenía, por lo vivido; así estuviera en la calle, yo agradecí por estar haciendo lo que quería, bueno o malo.

 

Pero sobre todo estaba haciendo lo que pocos se atreven: abrir bien los ojos y ver la vida como es, vivirla al máximo y no sentir temor o miedo, no temerle al fracaso. Estaba yo haciendo todo esto solo, como siempre, pero con la idea fija de no hacerle daño a nada ni a nadie.

 

Y fue donde me pregunté: ¿De verdad es que no tengo los valores y las enseñanzas de mis padres, acaso me forjé yo solo? Vaya, no quise responderme, solo quería dormir, solo dormir.

 

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