Por: Mayra Carrera

Twitter: @Advanita

 

Llegué a ese pueblo y tras abandonarlo hace 6 años, volví con el cuerpo dolido y el corazón apachurrado, no sé si era por el brassiere que me apretaba o porque la nostalgia de estar nuevamente ahí me superaba.

 

Bajé del autobús con el trasero aplastado y el cabello enredado como planta en castillo medieval, me detuve en los escalones, bajé de a poco y olí aquél pueblo. El aroma era el mismo: a leña mezclado con tortillas de harina recién hechas. Quise llorar, pero no lo hice, muy al contrario, sonreí.

 

“La tierra es la misma”, pensé mientras caminaba; tenía la mirada fija en ese color rojizo, tierra tan seca e inerte, muy diferente a la de acá (la de ciudad), ciudad de la que no quiero hablar. Porque ahora estoy hablando de la tierra, esa tierra que tantas veces pisé y que sigue ahí, esperándome para cuando decida volver.

 

Y no es mi tierra, es la de ella, la de mi madre que no es mi madre, pero un día salí de su vagina ensangrentada y entonces todos dicen que es mi madre, pero yo digo que no, que mi madre está en algún lugar mejor que yo, mejor que esta tierra, mejor que este olor. Y que no está inerte como se supone están los muertos, está viva y está en algún lado regañando gente.

 

En esta tierra lloré más de lo que sonreí, tenía que aceptarlo. Y lo acepté. No tengo los mejores recuerdos de esta tierra, pero ya pasó. Esta tierra no tiene la culpa de nada. Ella sólo está aquí, rojiza, seca, inerte.

 

Y yo estoy escribiendo este relato igual que esa tierra que ya dejé hace un par de horas, estoy seca e inerte, pero a veces pienso que quizá algún día encontraré un castillo en donde enredarme.

 

O que algún día me bajaré de un autobús sin el trasero aplastado.

 

O lo que es mejor: algún día encontraré un brassiere de mi talla que no me apriete el corazón.

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