por Arturo Garmendia

Segunda parte

Surrealismo

El español Luis Buñuel, autor surrealista que filmara en Francia dentro de esta corriente de vanguardia los filmes Un perro andaluz (1928) y La Edad de Oro (1930), llegó a México a mediados de los años cuarenta y se incorporó a la cinematografía nacional con GranCasino (1946) y Elgrancalavera (1949), entre otros proyectos comerciales y de compromiso.

En 1950 consigue una primera obra maestra con Los olvidados (1950), despiadado y a la vez poético relato sobre la infancia desvalida, inmersa en la miseria de las grandes ciudades. En esa década logra rodar dieciséis películas, entre las que destacan dos dedicadas a ilustrar sendos viajes colectivos: uno en autobús por el ámbito rural (Subidaalcielo, 1951) y otro urbano (Lailusiónviaja entranvía, 1953), de trazo realista pero salpicados de detalles ambiguos y pasajes oníricos; y tres más, abocadas a analizar personajes atípicos, obsedidos por sus pasiones a tal grado que chocan violentamente con su entorno social: El (1952), retrato de un celoso extremo que desciende al infierno de la paranoia; Ensayode uncrimen (1955), estudio del caso de un criminal frustrado, y Nazarín (1958), hagiografía de un santo laico, son expedientes abiertos a personajes insólitos, que se hermanan en su repulsa a los convencionalismos sociales, en su búsqueda de lo absoluto.

En la década siguiente Buñuel filma en España la coproducción hispano-mexicana Viridiana (1961), que acaso es la culminación de su obra. En la historia de una novicia que se ha visto impedida de profesar, pero que se empeña en practicar la caridad en un mundo en el que tal acción resulta inútil y absurda, el cineasta aragonés lleva a la perfección su rara habilidad para hacer extrañas las cosas cotidianas, y cotidianas las extrañas.

En México, ya sólo filma dos cintas: Elángelexterminador (1962), que narra cómo un grupo de burgueses reunidos en una mansión para cenar encuentra, al terminar el ágape, que por razones desconocidas no puede abandonar la casa, lo cual ilustra perfectamente su propósito de “poner en crisis el optimismo del mundo burgués y obligar al público a dudar de la perennidad del orden establecido”; y Simóndeldesierto (1964), mediometraje sobre las tentaciones diabólicas a Simón el Estilita, un anacoreta del siglo IV, cuyo irónico tratamiento de asuntos religiosos anuncia ya La Vía Láctea (1969).

El estilo sobrio y siempre sorprendente de Buñuel, sus imágenes choque, la insólita textura de sus sueños, no tienen precedente ni han hecho escuela. En México, sólo en la obra de Luis Alcoriza, su frecuente colaborador en la confección de argumentos y guiones cinematográficos, es posible detectar algunos elementos de la ideología surrealista.

Documentalismo

a) Etnográfico y Sociológico

El vehemente deseo de registrar la realidad circundante, rompiendo de una vez por todas con los convencionalismos impuestos por un cine que se había petrificado en fórmulas de producción, realización y narración anquilosadas, llevó a una nueva generación de cineastas a trabajar de manera independiente, esto es, al margen del cine industrial. Se abrieron así nuevas tendencias y corrientes, entre ellas el documentalismo, que tuvo un vigoroso crecimiento durante dos décadas y media (1960-1985).

En este terreno, la opción fue por un cine directo, que captara las experiencias de vida de hombres y comunidades de la manera más objetiva posible, haciendo a un lado adjetivos e interpretaciones que pudieran empañar lo observado. Se prescindió incluso de las reconstrucciones documentales al estilo Flaherty-Murnau para incorporar en cambio técnicas y procedimientos del FreeCinema inglés, el Cinema Verité francés y el Documentalismo neoyorquino de los años sesenta.

Las primeras muestras de esta tendencia fueron Carnaval chamula (1959) de José Báez Esponda, que recoge las peculiares tradiciones religiosas, marcadas por el sincretismo, de una casi inaccesible región indígena chiapaneca; y Eles Dios (1965), de Víctor Anteo, Guillermo Bonfil, Arturo Warman y Alfonso Muñoz, sobre los danzantes “concheros” de la Basílica de Guadalupe, un grupo indígena ya asimilado al lumpen proletariado urbano pero que preserva algunos de sus rituales ancestrales.

Dichos cortometrajes resienten una narración confusa, cierto didacticismo y no pocos problemas y errores técnicos, y quizás su único mérito estribe en su calidad de pioneros en un nuevo territorio cinematográfico. Cintas posteriores superaron esos defectos, como es el caso de La Manda (1968) y La Pasión (1969), de Alfredo Joskowicz, que también tienen por tema manifestaciones extremas de la religiosidad popular. En las dos cintas su autor renuncia a comentarios o narraciones en off, y permite que el libre fluir de las imágenes registre lo mismo la trayectoria de una peregrina que, en penitencia, va de rodillas a la Villa, o la representación anual, entre grotesca y solemne, de la pasión de Cristo en Ixtapalapa, que el ambiente festivo y de mercado que circunda a ambos acontecimientos; pero es capaz, en un momento dado, de hacer sentir el fervor religioso por procedimientos de limpieza e intensidad bressonianas.

Losadelantados (1969) y QRR (1970), de Gustavo Alatriste, tuvieron el mérito de señalar nuevos caminos al documentalismo, una década enclavado en el estudio de costumbres y creencias indígenas y populares, dirigiendo la atención hacia comunidades rurales y urbanas, como son los casos del ejido Citincabchén, dedicado al cultivo del henequén en el estado de Yucatán, y de Ciudad Netzahualcóyotl (Neza), gigantesco conglomerado urbano que tenía un millón de habitantes en el momento de filmación de la película, ubicado en el “cinturón de la pobreza” que rodea a la ciudad de México. En ambos filmes, el registro en directo de formas de vida infrahumanas, el analfabetismo y la corrupción cultural, la explotación y la miseria se muestran descarnadamente, sin atenuantes posibles, si bien no hay un análisis a fondo del por qué de estas situaciones aberrantes, gestadas por un desigual desarrollo económico y social; y en QRR se cae en un tono amarillista que cuestiona la objetividad de la exposición.

Con el tiempo, gracias a la politización de los centros de estudios superiores, a la proliferación de libros y publicaciones de estudios socio-económicos y a la intensificación del debate en torno a los grandes problemas nacionales, el nivel analítico de los documentales se elevó sensiblemente, como en el caso de Etnocidio : notas sobre el Mezquital (1976), de Paul Leduc, que tuvo su origen en el estudio colectivo patrocinado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, Caciquismo y poder político en el México rural, en el que participaron, entre otros, los investigadores Roger Bartra, Eckhart Borge, Pilar Calvo y Luisa Paré; y sobre todo de Santa Gertrudis: la primera pregunta sobre la felicidad (1976), del realizador canadiense Gilles Groulx, en cuya preparación participaron, bajo su dirección, un comité campesino y un grupo de investigadores universitarios (Julio Moguel, Lorena Paz Paredes, Armando Bartra y Miguel Lanz). Además, los dos primeros citados derivaron las experiencias de la filmación en un libro: Santa Gertrudis: testimonios de una lucha popular (Serie Popular ERA, 1979, México).

De otra parte, con estas dos cintas invadimos ya el espacio correspondiente al siguiente subgénero documental que pretendemos abordar, el político, pues en Etnocidio se denuncia ya la manipulación electoral de los indígenas y en Santa Gertrudis la dinámica de la cinta la proporciona el ancestral enfrentamiento de caciques y neolatifundistas contra comuneros y ejidatarios en una apartada región de Oaxaca.

Una expresión documental más acabada la encontramos en la obra de Nicolás Echevarría, quien a lo largo de ocho filmes -corto, medio y largometrajes- ha explorado con rigor, pero también con pasión, los rescoldos de un misticismo indígena que se niega a morir. De Judea: SemanaSanta entre los coras (1973) e Hikure-tame, peregrinación del peyote (1975) a MaríaSabina, mujer espíritu, Tesgüinada,Semana Santa tarahumara (1979) y NiñoFidencio, el taumaturgo de Espinazo (1980) el cine de Echevarría tiene un trazo más depurado, una imagen más nítida y sus experimentos sonoros, que parten de la música ritual indígena para desembocar en manipulaciones tecnológicas del sonido en directo, se integran con mayor armonía para transmitir esa inefable comunión hombre/naturaleza que es la esencia de lo sagrado.

Poetascampesinos (1980) se aleja aparentemente de la temática dominante en el cine de Echevarría: registra, con lucidez no desprovista de ternura, el agónico peregrinar por la mixteca poblana de un circo provinciano, tan miserable como los poblados que visita. En el fondo, la mirada del cineasta es la misma, y dota a sus humildes cirqueros trashumantes de igual rango poético que el de sus otras criaturas, alucinadas e iluminadas.

b) Político y militante

Represión en el Zócalo

No es necesario recalcar la importancia axial del año 1968 en la vida política mexicana. Veamos en cambio su impacto en el plano cinematográfico.

La película que abre este apartado, Elgrito (1968), de Leobardo López, es una crónica minuciosa e irrefutable del movimiento estudiantil que transformara, en unos cuantos meses, la fisonomía política del país. Estructurada en cuatro bloques temporales, correspondientes a cada uno de esos meses y a la vez a las etapas del desarrollo de la juvenil movilización por la democracia, la cinta muestra, en el mes de julio, los antecedentes: la represión del cuerpo de granaderos a una simple riña estudiantil; la manifestación del día 26, finalmente disuelta a golpes; el bazukazo a la puerta de la Preparatoria de San Ildefonso, que permitió la invasión del ejército al recinto universitario, y finalmente las primeras detenciones de estudiantes, que reaccionan incendiando un autobús y empezando a organizarse en sus escuelas.

En agosto asistimos al desarrollo del movimiento y su creciente politización: las grandes manifestaciones por las principales avenidas de la ciudad, las pintas cubriendo todo el espacio urbano, los encendidos mítines y la incipiente adhesión de padres de familia, obreros y trabajadores, habitantes urbanos. En septiembre, el rechazo al diálogo y la condena a la protesta estudiantil en el Informe Presidencial y la respuesta de los contestatarios: intensificar la lucha política, extender aún más el movimiento.

Finalmente, en octubre el desenlace trágico: la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Imágenes y sonidos casi ininteligibles. Epílogo: una madre entierra a su hijo y en el Estadio Universitario se inician los Juegos Olímpicos de 1968.

Cierto: el acabado es tosco, el nivel analítico elemental, la imagen en ocasiones defectuosa. No importa, si a cambio el cine mexicano, como reflejo de la realidad política, ha superado un vacío que se extiende desde las vistas revolucionarias registradas por Salvador Toscano, posteriormente recopiladas en Memoriasde un mexicano (1950) hasta este momento, y después encuentra solución de continuidad.

Dosde octubre, aquí México (1968), de autoría colectiva anónima, fue filmada clandestinamente en el penal de Lecumberri, donde purgaban injustas condenas la mayor parte de los integrantes del Comité Nacional de Huelga que dirigió el movimiento estudiantil, entre otros José Revueltas; e intentaba mantener viva la insurgencia estudiantil.

También de una manera semi-clandestina, en 1971 empezaron a trabajar colectivos cinematográficos, como la Cooperativa de Cine Marginal que elaboró nueve cortometrajes en Super 8 mm., intitulados genéricamente Comunicadosde insurgencia obrera, especie de noticieros sobre movilizaciones obreras y populares que eran exhibidos en locales educativos, sindicales o comunales con propósitos de agitación y proselitismo: había nacido un cine militante, al que se sumaron después el Grupo Contrainformación, con un cortometraje sobre la primera manifestación estudiantil después del dos de octubre, también cobardemente reprimida: Junio 10: testimonio y reflexiones un año después (1972); y el Taller de Cine Octubre con el documental didáctico Explotadosy explotadores (1974) y el filme de denuncia Los albañiles (1974).

Las limitaciones en el terreno de la interpretación de los hechos, la ubicación de las pequeñas acciones de reivindicación popular en un contexto más amplio, histórico y socioeconómico, se dieron a continuación, en la medida en que intelectuales de izquierda y grupos académicos se acercaron a colaborar con los cineastas, tal y como había sucedido en la vertiente sociológica del cine documental, vertiente con la cual en ocasiones, como es natural, el cine político se funde.

Aparecen así, sucesivamente, Chihuahua, un pueblo en lucha (1974), del Taller de Cine Octubre, sobre las luchas populares en aquel estado fronterizo; Una y otravez (1972), del Grupo Cine Testimonio, dirigida por Eduardo Maldonado, que narra la lucha contra el “charrismo” al interior del Sindicato de Trabajadores Petroleros, y el cortometraje Vendedoresambulantes (1973), del Colectivo Cinematográfico de la UAP, dirigida por Arturo Garmendia, en la que algunos de estos comerciantes forman un grupo de teatro callejero para denunciar la represión policiaca de la que son objeto.

El grado más alto de expresión política y militante se da en las cintas Chapopote (1979), El chahuistle (1980) y Charrotitlán (1982), de Carlos Mendoza y Carlos Cruz, militantes del Partido Mexicano de los Trabajadores. Los filmes abordan, respectivamente: 1) las consecuencias del auge petrolero del país en el lopezportillismo: la explotación desmedida del recurso, con su cauda de latrocinios y corruptelas en el aparato sindical y gubernamental, su financiamiento y venta inadecuados, que sólo propiciaron el creciente endeudamiento externo del país, y la contaminación ecológica que desató su inmoderada explotación y distribución; 2) la crítica acerba al Sistema Alimentario Mexicano, esto es, a la situación que privaba en el campo en los años ochenta, con problemas tales como la injusta distribución de la tierra, el caciquismo, la dependencia de las empresas transnacionales, etc., y 3) la radiografía de los mecanismos de dominación y sometimiento del movimiento obrero a manos del “charrismo sindical”, o sea la integración forzosa de los trabajadores al partido oficial. Los tres mediometrajes se distinguen por efectuar un análisis sobrio, informado y elocuente de sus temas, presentado con derroche de humor e ingenio, en la línea de la escuela mexicana del cartón político que han contribuído a desarrollar, entre otros, Rius, Naranjo y Magú, por ejemplo.

En los años siguientes destacaron ¡Los encontraremos! (1982), de Salvador Díaz Sánchez, con la colaboración de Carlos Mendoza, que describe los avatares del Comité Pro-Defensa de Presos, Perseguidos, Exilados y Desaparecidos Políticos a partir de una larga entrevista en directo a su fundadora, doña Rosario Ibarra de Piedra; La tierra de los tepehuas (1982), de Alberto Cortés, sobre una matanza de campesinos indígenas en Pantepec, Veracruz, a quienes se pretendía despojar de sus tierras, y Juchitán , lugar de las flores (1984), también de Salvador Díaz Sánchez, sobre la difícil gestación de la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo, que al ganar las elecciones municipales de 1983 en Juchitán, Oaxaca, se convirtió en uno de los primeros enclaves independientes en un tejido político dominado abrumadoramente por el partido oficial.

Hiperrealismo

El cambio del modelo narrativo tradicional del cine mexicano, ya en decadencia para la década de los sesenta, implicaba tanto para su público potencial como para los promotores de un nuevo cine nacional una vuelta al realismo, queriendo significar con esto una renovación de géneros, una actualización de temas, un nuevo estilo de actuación, incluso un mejor acabado técnico pero no necesariamente un nuevo sistema de producción ni -sobre todo- un nuevo código narrativo.

Mal que bien, a lo largo de tres décadas, la aspiración se cumplió y hoy podemos constatar la existencia de una corriente de nuevo realismo mexicano, que han contribuido a formar, entre otros -y perdón por lo apresurado e incompleto de la lista-, Felipe Cazals, Jorge Fons, Jaime H. Hermosillo, Gabriel Retes, Arturo Ripstein, Luis Carlos Carrera, etc., y que se encuentra en plena expansión.

Sin embargo, un cine de vanguardia requería sobre todo arrasar con las convenciones existentes y proponer nuevos caminos a la expresión cinematográfica. En este sentido, en el terreno del realismo se abrirían, además del cine documental otras dos vetas, si bien menos frecuentadas: el hiperrealismo y el minimalismo, que examinaremos a continuación.

Leobardo López (1942-1970), a quien debemos Elgrito , desarrolló además, en una serie de ejercicios fílmicos, una visión primigenia de la realidad, ceñida a las experiencias fisiológicas más elementales, pero a la vez abierta a la trascendencia de los temas esenciales: la vida y la muerte. El jinete del cubo (1966) tiene como núcleo argumental un relato kafkiano, donde un pobre hombre, aterido de frío, emprende una jornada pesadillesca montado en una cubeta, solicitando inútilmente a sus vecinos un poco de carbón para calentarse; pero en realidad se trata de su último sueño, pues agoniza en su cama de latón. S. O. S. (1967) es otra pesadilla; en ella un joven preparado para dormir no logra conciliar el sueño; va al excusado pero, por más esfuerzos que hace, no consigue defecar, por lo que derrotado regresa a la cama, donde lo sorprende una explosión atómica que oscurece la pantalla. En El hijo (1968) se muestra los escarceos eróticos de dos adolescentes, que terminan con su cópula, filmada en directo; y finalmente en Leobardo Barrabás o parto sin temor (1969) registra el nacimiento de su propio hijo.

Esta secuencia de los eventos biológicos más comunes (muerte, agonía, defecación, coito, parto) recorre en orden inverso puntos claves de la experiencia humana, en el límite con la vivencia animal. Muestra pues en toda su verdad aquello que el cine de ficción se ha negado siempre a mostrar: lo innombrable, lo invisible; y lo hace sin pudor ni escándalo, lo cual es a la vez ingenuo y reverencial. Estamos ante un realismo que busca desbordar el imaginario cinematográfico, y por ende expander las fronteras de la representación.

Antes de quitarse la vida en 1970, Leobardo López dio fin a su último proyecto fílmico, Crates , cinta que protagonizó para su amigo Alfredo Joskowicz con quien había desarrollado el guión, basándose en la figura de un filósofo cínico, traspuesta a la época actual. En ella se repiten las imágenes y situaciones límite que obsedían al cineasta: Crates es al principio un burgués acomodado que un día regala todas sus pertenencias para convertirse en un paria que deambula entre pepenadores, basura y escombros. Devora desechos, defeca al aire libre y copula como bestia con otra miserable, que se le une en su errancia y finalmente le da un hijo. Es otro recorrido al itinerario propuesto por Leobardo en sus cortometrajes, solo que en esta ocasión a su trazo primitivo se ha añadido la mirada espiritualista de Joskowics. El hiperrealismo de la puesta en escena se armoniza así con una vocación de trascendencia.

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