Por Dulce Villaseñor

Twitter: @Doolcevita

 

 

Mi padre me enseñó las pequeñas virtudes.

Mi madre, las grandes.

Mi padre me enseñó que lo más hermoso del dinero es ocultarlo en una cuenta del banco durante años, mientras la ropa barata va desgarrándose por tanto uso.

Mi madre me enseñó que el dinero existe para deberse, pero también para manipularlo de tal forma que nos haga sonreír después de firmar un ticket de compra.

Mi padre me enseñó a ser reservada con los riesgos, a dormirme a las nueve de la noche y despertarme en la madrugada para hacer ejercicio. A no beber, no fumar y no preocuparme demasiado.

Mi madre me enseñó a manejar, a perderle el miedo a la hoja en blanco y a caerme debajo de las pierdas para contar hormigas y reconstruir con ellas el mundo.

Mi padre me enseñó que la verdad es una herida abierta.

Mi madre me enseñó que la verdad sirve para resurgir entre las cenizas.

Mi padre me enseñó a no entregarme demasiado y a reservar las lágrimas para cuando alguien muera.

Mi madre me enseñó a ser transparente, a no ocultar el llanto y a encarar la soledad como una guerrera perdida.

Mi padre me enseñó que debía ser la mejor en todo lo que hiciera.

Mi madre me enseñó que debía ser yo misma a pesar de lo que hiciera.

A mis 27 años, la única virtud que he logrado aprender de ambos es a amar a mi manera, a veces en silencio haciendo daño con el amor no pronunciado y en otras ocasiones inundado la mirada de otros con este corazón arañado e impaciente.

Las mejores virtudes no son las grandes ni las pequeñas, sino las inevitables, aquellas que forman parte de uno como una segunda piel que nos protege del deseo de morir. Aquellas que reflejan el pasado, pero también el presente tan crudo como un animal atrapado en un incendio. 

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