Por Bibiana Faulkner y Viviana Quintana

(…)

      Lo que me faltaba esa noche de frío era que lloviera, y así fue, el cielo se desgarró de repente como si me estuviera haciendo una mala jugada.  Creo que fue una mala idea querer encontrar a mi amigo en la avenida, cada vez hacía más frío.  Los coches seguían pasando cuando de repente —¡Daniel! soy yo, espérate —dije gritando desesperado pero, él no me escuchó, se pasó de largo.  Qué desgracia, qué tristeza.  Corrí tanto que no me di cuenta el sentido de las calles, no supe en qué momento me había perdido, y sobre todo, no supe en qué momento el agua me llegaba hasta las rodillas.  El chubasco era tal que, pareciera que sólo en un barco estaría a salvo. ¿Y ahora, qué debo hacer?

     Sí, él vendrá a buscarme, pensé.  Daniel no puede dejarme aquí, no podemos quedarnos el uno sin el otro; somos amigos, los mejores.  Hemos estado en todo momentos juntos, siempre, desde que tengo memoria él y yo nunca nos abandonamos.  Como la vez que María lo hizo esperar semanas enteras para ser su novia, o como cuando yo enfermé; nada nos ha separado.

    Caminé por horas, tantas que perdí la fe en encontrar el camino a casa, ni siquiera recordaba con qué claridad caminaban las nubes desde el jardín de nuestro hogar, el color de la bicicleta de Mario (el vecino chiquitito), lo confortable de mi casa dentro de nuestra casa, o el sabor de la cena cada miércoles. No lograba recordar nada, mas nunca olvidé el olor de María.

     Andar por las calles con frío y soledad, me remite a pedazos rotos de historias que lastima platicar, y a pesar de todo así había sido, así había estado. ¿María, por qué no has venido a buscarme? ¿Cómo hago para llegar a casa? me duele mucho el cuerpo, me duele mucho la lluvia, me dueles mucho en el pecho.  Y tras esas palabras me dejé caer sobre el asfalto.

     De mi cuello colgaba una placa con nombre y dirección. Vaya cosas, yo no sabía leer. Nunca se interesaron en enseñarme a hacerlo. No tenía llaves del lugar donde vivía ni sabía para qué servían las palabras escritas. Estaba tres veces más solo y los días se hacían años. Definitivamente tampoco sabía contar, la idea a medias de lo que trataba la vida me obligaba a pensar que el tiempo también se manejaba por mitades; otra vez me equivocaba.     .

      Daniel se siente culpable, cree que por haberme perdido entonces sería incapaz de cuidar un hijo, o eso quiere pensar para que le duela menos el Leonardo que no tiene. Daniel sería incapaz de cuidar a alguien, por supuesto, y él lo sabe. “Mi casa está más sola que mi perro perdido”, “¿Con quién estará?”, “¿Lo querrán?”. Ese es Daniel cargando conmigo en la memoria. Y este soy yo, Demián Altazor, un perro vagabundo que no encuentra su casa por más que se canse de caminar.

     Amaneció, seguramente con la luz del día podrán encontrarme, aunque para ser sinceros, aquel día estaba tan gris que si un papalote se lanzara al cielo, se perdería, sin duda se perdería.  Aquél triste día sucedió algo que no me esperaba, escuché las palabras más crueles y más dolorosas de mi existencia entre burlas y algarabía:

—¡Miren! un perro  sin dueño, vamos a apedrearlo —dijo un niño a otros tantos que corrían tras de él.
—Sí, vamos a matarlo —dijo otro al compás que los demás lo festejaron.

     Un montón de piedras empezaron a caer sobre mi cuerpo cansado, no tuve fuerzas para levantarme y huir pues había caminado toda la noche.  De pronto mis ojos se nublaron con un líquido rojo que jamás había visto, me salía por uno de mis párpados.  Hice el esfuerzo por decirles ¿por qué me golpean? Daniel, ¿dónde estás? ¿María, qué sucede? ¿por qué me duelen tanto los humanos?

     Daniel cruzaba las calles siempre con la ilusión de encontrarme, de escucharme. Quiero creer que lo deseaba con tanta fuerza, que cuando me observó agonizante justo al borde de una acera, corrió hasta mí, y con sus manos desbordantes de tristeza, me sostuvo, y a él también. El asfalto ahora era más frío que yo. “¿De qué tamaño es el amor y cuánto cabe en un par de manos?” Esos somos los dos cargando con ambos en nuestra memoria.

     Amé a Daniel sobre todas las cosas, juro que lo amé como si fuera el mandamiento bíblico jamás gastado, nunca reprochado.  Amé a Daniel incluso después de haberme perdidoJamás lo dejé de amar aun cuando decidió compartir su vida con María, la mujer de mi vida.

    Y Daniel me amó, lo supe cuando me ayudó a dormir para siempre pues ya mi cuerpo era débil para este mundo.  Así entonces, poderlos cuidar con muchos juegos de llaves y miles de alfabetos que gastar.

     Escribí esta historia después de morir y cuando me llené de paz por haber vuelto a casa. Escribí esta historia cuando María buscó un Demián porque jamás pudo darle su amor a un Leonardo.

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