Por Fernando González

Twitter: @DePapelyTinta

 

 

Soy un hombre de gustos tan sencillos como exquisitos. Tal vez disfruto más una taza del café más barato, pero nada me deleita más que un trago del whisky más caro. Tal vez a veces lo poco sea suficiente para mí y lo abundante lo encuentre escaso. No sé.

 

Sin embargo con las mujeres siempre tendré los gustos más extravagantes y, digamos, selectos. Aquí en 1945 las cosas aún son sencillas. Se corteja a la dama con pequeños detalles y se escucha jazz y blues en vivo. Los bares son de luces tenues, colores sobrios y se relatan las aversiones a los cantineros. Nada extravagante.

 

Así explico por qué vine aquí vestido así. Porque nada acomoda mejor a la imagen de un hombre que un traje negro y una camisa blanca. La rosa en el bolsillo es mera parafernalia. Vine porque esta noche encontraré algo más que un par de tetas que tal vez le acomoden perfecto a mis manos, pero que no embonarían jamás al alma.

 

He estado más de una hora aquí sentado esperándote y finalmente ya cruzaste la puerta —y menos mal porque ya estoy cansándome de las historias de desamor de este calvo a mi lado— y vienes en ese vestido rojo que resalta tu figura y lo redondo de tus ojos. Por supuesto atrajiste la atención de cada hombre desairado por un encuentro sexual y por supuesto que ya te han invitado un par de copas de champán. Estás tan acostumbrada que te sabes de memoria todos los intentos banales con los que intentarán abordarte.

 

Tu lugar predilecto en el lugar siempre ha sido en la mesa del centro porque adoras llamar la atención aunque detestes que los hombres te pretendan. Estoy sentado en el único ángulo de la barra de la cantina donde nunca podrías verme, pero donde deseas que esté oculto quien te cambie la vida para siempre.

 

Pedí otro whisky porque intentar algo en este momento sería simplemente terminar en la inmisericordia de tu rechazo, justo como el resto están siendo víctimas.

 

Pasaron ya un par de horas y parece que finalmente es mi momento de intervenir. Tus ojos se ven ya demasiado cansados de venir a este lugar a esta mesa y siempre salir con el mismo desencanto al que la vida ya te malacostumbró. Ya he dejado al cantinero su propina y el hombre calvo de los desamores por fin se quedó sin historias. Me acomodé la rosa y rodeé la barra para que a lo lejos me mires. Ya lo hiciste.

 

Es sorpresa para ti que, aunque me lo pides con la mirada, aún no me haya acercado a ti. En este momento estás preguntándote por qué no te he enviado una copa con el mesero, o por qué no te he hecho algún cumplido, o por qué no te he hecho algún gesto de esos a los que estás habituada. Estoy avisándote con la mirada que un hombre más se acerca a pretenderte.

 

Más adelante te confesaré mi reconocimiento por rechazarlos siempre con una sutil sonrisa adornada con ese labial rojo que dan a desear tanto tus labios.

 

También te explicaré que no entendí cómo es que una mujer tan hermosa fue a caer a esta fosa de viejos raboverdes y malaventurados y me responderás que llegaste con la misma intención que yo: encontrarnos. Y que una vez que nos encontramos, jamás nos dejaremos ir. Que vivimos juntos, que tuvimos un par de hijos, que nuestra historia fue contada más de una vez y que así nos hicimos eternos. Sabes y sé que por qué estamos aquí. Está sonando tu canción favorita pero no lo has notado porque la rabia hacia mí está agobiándote. He decidido caminar hacia ti. Tu corazón se acelera tanto como nunca, los nervios se apoderaron de ti; te levantas de la mesa, tomas tu abrigo y tu bolso, pero ya es demasiado tarde porque llegué a ti. Con todo esto sabido, me detengo un segundo: te observo, tomo tu mano y, finalmente, te invito a bailar.

 

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