Por Yovana Alamilla 

Twitter: @yovainila

 

Era fin de semana, aproximadamente las cuatro de la tarde; ya no recuerdo bien.

Mi madre, mi hermana y yo, estábamos en la sala cuando el teléfono sonó; mi cuerpo se tensó: sabía lo que esa llamada significaría.

Mi madre descolgó y aún recuerdo cómo se quebró su voz a la par que lágrimas caían de sus ojos. Vi a mi hermana mayor buscando refugio, sin saber qué hacer. Porque cuando esas cosas pasan nunca sé qué hacer.

Y es que no reacciono bien ante las pérdidas, me cuesta tanto trabajo sentirme vulnerable y estar frente a alguien que está vulnerable, que me ensimismo, se me sale de las manos, me privo y no logro decir algo lúcido o a veces no logro decir nada.

Yo solo pensaba en que los doctores habían dicho que el tratamiento iba bien, que solo faltaba una quimioterapia o dos más para terminar y lo darían de alta. Recuerdo que reí con mi prima cuando hablamos de la noticia, recuerdo que él era lo único que me unía a mi prima; él era lo único que me unía a muchas cosas y nunca se enteró. Y las dos hablamos esperanzadas porque qué iban a saber dos niñas de 16 años sobre un virus qie aparecería y echaría todo a perder.

Tenía miedo porque la muerte siempre me ha dado miedo.

No me malinterpreten, no me da miedo morir; no es que me dé miedo la muerte per se; me da miedo la vida de los que se quedan, me da miedo quedarme, tener que soportarlo y vivir con ello.

Tenía miedo de qué pasaría cuando mis abuelos se enteraran, tenía miedo de que no fueran lo suficientemente fuertes, tenía miedo de perderlos a ellos también. Y es que dicen que perder a un hijo es el dolor más grande que puede sentirse, que por eso ni nombre tiene. Y qué iba a saber yo de esas cosas, de si eran ciertas o no, yo solo tenía mucho miedo.

Recuerdo que ese día no lloré… tal vez porque no podía creerlo.

La gente decía que debía estar con mi abuelo, que era entonces cuando él necesitaba a su nieta consentida; creían que yo no podría estar mal, y es que no sabían que yo hablaba con él cuando venía a mi casa después del hospital –cuando lo dejaban salir–; él era el único que no juzgaba mi relación amorosa de entonces, él era quien no se reía de mis sueños de volverme editora y quien decía que yo debía luchar por ellos porque él quiso estudiar y no lo dejaron. Hablábamos de cosas, de muchas, y claro que me dolía.

Ni siquiera recuerdo cuántos días pasaron hasta que exploté. Y miren que hice todo lo posible por huir. Le robaba ansiolíticos a mi mamá y me los tomaba antes de ir a la escuela porque mi tía los tomaba y ella estaba bien, yo la veía bien y yo quería verme así también.

Fany era mi mejor amiga, era –y lo digo con otro tipo de dolor– porque la vida así nos lo puso y ninguna de las dos trató de disuadirla. Ella fue mi paño de lágrimas, mi hombro, la dueña de los brazos que me abrazaron cuando me desplomé, la única que me vio llorar por él. Con ella saqué todo o probablemente no todo porque, al parecer, aún me quedan lágrimas para él.

Y es que sé que la muerte es lo único que tenemos seguro, pero por más fría que quiera ser, nunca estaré preparada para cuando llegue.

Nunca estuve preparada para que él se fuera; es más, quizá todavía está aquí para mí. Está aquí cuando lucho por seguir mis sueños aunque los demás se rían de ellos, cuando repito que alguien que te quiere no te pone a elegir. Está conmigo cuando elevo una oración por su alma y por la de las demás personas que han marcado mi vida y se han ido sin dejarme igual a como era cuando las conocí. Está aquí cada que pienso que a veces somos unos tontos y no valoramos a las personas que están a nuestro alrededor, que vivimos tan deprisa que no tenemos cinco minutos para voltear y decirle a nuestros padres y a nuestros hermanos cuánto los amamos lo suficiente fuerte y duro para que jamás se les olvide. Está aquí cuando despierto de la cotidianidad donde se me olvida que lo único que tengo es el presente y que debo aprovecharlo.

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