La primera vez que fui infiel
Por Bibiana Faulkner

La primera vez que fui infiel, ni siquiera fue a mi pareja en turno, fue a mi mejor amiga. Acostarse con la novia de la mejor amiga, pareciera, está penado por la ley, y es, en definitiva, uno de los peores actos del ser humano. Eso último me lo dijo mi padre, quien me habló de lealtad, palabra y mujeres como un verdadero mal común. Qué razón tenía él.

La cosa fue así:

Es cierto, no tenía por qué hacerlo, no tenía por qué ser infiel pero lo había hecho. Es mentira, sí tenía por qué hacerlo y lo hice. ¡Como si el deseo fuera algo fácil de tapar, como si el deseo fuera aguantarse las ganas de llorar, como si el deseo no se extendiera hasta reventarnos los labios! ¿Pues de qué estamos hechos, humanos, si no es también de carne? Entonces mi carne gritó, y la de la ex novia de mi mejor amiga también. Gritaron las manos, la explosión en el vientre, los arcos en la espalda, la culminación en la voz. Profunda y básicamente eso había sucedido.

Después, recuerdo que con la culpa imperiosa dentro de mi cabeza y mi piel, pensaba los posibles escenarios:

  — Amiga, ella me sedujo — mi justificación y mi pellejo por delante.
  — Amiga, el alcohol — el alcohol siempre funcionaba, así que recurrir a él no era tan descabellado.
  — Amiga, las dos nos sentíamos solas, fue un acto fugaz, ni siquiera acompañado — otra justificación que tampoco alcanzaba a aminorar la vergüenza que yo sentía.
  — Amiga, olvidé quién era la mujer porque me centré en el acto — ¿era válido? ¿podía olvidar con quién estaba teniendo sexo?

Pensé en decirle las cuatro opciones juntas, pero también pensé en lo débil y mentirosa que me escucharía. Mi amiga querría una explicación y yo necesitaba darla. Compré algodones de azúcar para teñir de ficción lo que aquella realidad no podía tener; tenía mi cabeza nublada, tan gris como si hiciera un frío agobiante dentro de mí, y vaya que lo hacía.

Las seis de la tarde. No nos habíamos citado en algún bar o un café, habíamos decidido hablar en un parque (principalmente) porque yo temía algún daño físico en mi contra. Aún con todo no podía dejar de ser egoísta. Tal vez yo merecía que me arrancaran la cabeza o me sacaran a esa mujer maldita de las entrañas. O las dos cosas.

     — Amiga, tengo alma y pasiones. Amiga, yo tengo carne pegada a los huesos y tengo un corazón que late como si fueran cinco bombas juntitas de tiempo a punto de explotar. El cuerpo busca lo que nuestra alma nunca. Fallé consciente y también con infinito temor; ahora urjo perdón, ese que se busca en el alma porque en el cuerpo no cabe — le dije cubriendo cualquiera de mis justificaciones, le dije aún con esa mujer en mi pecho.

La cosa había sido así.

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