Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita

LIBERTÉ

CHAPTER V, EL FINAL

A: Rüfüs Kluge

 

 

Eran las 2:00 am cuando estaba dispuesto a salir a buscarla, pero me detuve por un par de minutos; dejé las llaves del apartamento y las cambié por mis maletas. Ya no soportaba estar ahí, todo me recordaba a ella, salí huyendo buscando otro aire; uno que no me la recordara.

Llegué a la estación y pedí un boleto para San Sebastián, España. Era el primero que salía y por eso lo escogí, salía a las 6:00 am y eran las 3:00, lo que significaba que tenía un par de horas para dormir; tomé mis maletas y esta vez no las arrastré ni las usé de cama, las tomé con cariño, amor y protección.

Eran las 7:30 am cuando llegué a San Sebastián, bajé del tren y lo primero que hice fue fumarme un cigarro mientras observaba todo lo que mis ojos eran capaces de ver. El aroma del mar relajó mi mente y el cigarro llenaba el hueco que sentía. Pude quedarme un momento más a observar y disfrutar de todo lo que la naturaleza te regala y no lo aprecias; la ciudad estaba sola, no había ni un alma pero yo tenía ansias, las mismas de siempre de avanzar.

Caminé hacia la playa y llegué a una llamada “Playa La Concha”; la arena era muy delgada y fina que incitaba a recostarte y no levantarse nunca; me sentí tan cómodo que me volví a dormir. Eran las 11:00 cuando sentí que el sol me había convertido en un hermoso huachinango frito; abrí los ojos y lo primero que vi fue un par de tetas secas como pasas y al lado otro par de tetas perfectas como pan de muerto: grandes y redondas.

¿Morí de insolación? Observé todo: vi vaginas peludas, depiladas, penes chicos, grandes, nalgas caídas, gordas, flacas, ancianas, jovencitas, niños. Jamás me imaginé estar en esa situación tan extraña, pero no lo pensé más: me levanté y dije “a la chingada la ropa”; me quité la camisa, el pantalón y me quedé en bóxers, entonces, me puse a caminar por la playa en bóxers pero no dejaban de verme; me sentí incómodo, así que pensé: “¿Quieren verme las nalgas? Está bien”; me quité el bóxer y me quedé completamente desnudo: ¡Vaya, ahora nadie me veía! Seguí caminando y entonces sí ya me sentía parte del lugar.

Y mientras paseaba mi trasero y me oreaba lo demás, caí en cuenta que las personas y yo no somos diferentes, nadie es más ni nadie es menos; todos somos iguales: nacemos, amamos, lloramos, sentimos, sufrimos, morimos. Y aunque unos tienen distintas preferencias y gustos y unos tantos tienen una vida mejor que otros, al final todos estamos desnudos en esta vida, solo jugamos a tener máscaras, a aparentar estar bien cuando se está mal o viceversa.

Estando ahí en la playa parado en esa arena fina y completamente desnudo fue que yo pude desnudarme más allá de quitarme la ropa: liberé todo lo bueno y malo que cargaba, mojé mi cuerpo en esa agua salada y turquesa y le pedí al océano se llevara todo y no lo regresara. Y se lo llevó, salí del mar curado, sanado, liberado.

Me puse mis sandalias y seguí caminando hasta llegar al punto donde la gente ya estaba vestida. Ahora yo estaba desnudo en medio de gente con ropa, ¿acaso me incomodó? En lo absoluto, ¡que me vean las bolas, qué me importa! Seguí caminando hasta llegar a un semáforo (sí, totalmente desnudo) y, mientras esperaba el pase para cruzar la calle, me vestí lentamente frente a todo el tráfico. No sentía un gramo de vergüenza, me sentía libre.

Llegué a un restaurant –ya vestido– y tenía ganas de comer paella, pero no era un platillo típico de esa área de España. Lo de ahí eran las hamburguesas de carne de león. Me quedé un poco pasmado: ¿Carne de león?, ¿estoy en un safari en África? ¡Qué va! Estaba en un restaurant exclusivo y el platillo era muy costoso, pero creo que me lo merecía. Cambié mi máscara por mi desnudez, ¿por qué no cambiar la res por el león?

La carne tenía un sabor exótico y rico; comí lentamente para saborear cada pedazo de carne, estaba tranquilo. De pronto, el león comenzó a rugir en mi estómago: quería salir y yo pensaba que aquello me había costado tan caro como para que mi intestino ya quisiera echarlo, era injusto.

Fui al baño a hacer lo mío, estaba concentrado, y justo cuando me levanté a limpiarme las nalgas, un sujeto abrió la puerta, vio mis nalgas y todo el extenso bosque, las palmeras con todo y cocos; ¿Como chingados había olvidado cerrar la puerta del baño? No me incomodé, había paseado las nalgas y contoneado el paquete con todo y bolas por las calles llenas de gente, qué me incomodaría un tipo al que no volvería a ver así me hubiese visto en la posición más indecorosa. No me importaba nada, me sentía más liberal, era como si me hubiese despojado de un pesado caparazón.

Salí del restaurant con las nalgas fotografiadas por la pupila de aquél español, pero ya sin el león que llevaba dentro. Vi que había un castillo, era “El Castillo de San Sebastián”, subí hasta la punta y observé toda la playa y las islas que la rodeaban: una belleza. Aún en la cima podía oler el aroma de la brisa, pero de pronto vino a mi pensamiento la libanesa: ¿Qué estarás haciendo, mujer? Me dio tristeza, sentí que los ojos se me hundían, miré hacia un balcón de concreto y había una leyenda escrita con plumón: “Jesús te ama y vendrá pronto”.

¡Vaya!, tomé aquello más allá que un simple letrero religioso que la gente suele poner en cualquier lugar, lo tomé como un mensaje de fe. De no perder la fe en Él ni en mí pese a lo que venga; sé que vendrán cosas malas y buenas porque de eso se trata la vida y yo debo vivirla y avanzar, debo de ser mejor ser humano no solo para mí sino también para los demás y nunca perder mi esencia. Bajé del castillo y fui a despedirme del mar, a verlo por última vez, a darle las gracias porque había llegado el momento de hacer el acto de desaparición; suspiré un par de veces esta vez no con tristeza sino con agradecimiento eterno a esa ciudad por abrazarme y mientras el taxi avanzaba rumbo a la estación y el mar se perdía ante mis ojos, dije: “Gracias por existir y quedarte con una parte de mí, gracias por todo, San Sebastián”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Castillo de San Sebastián. Fotografía original de Rufuskluge.

 

Compré mi boleto de vuelta a Valladolid para despedirme de los amigos. Había llegado el momento de la cuenta regresiva y yo estaba listo para ello.

Regresé a Valladolid, busqué a mi amiga y esa misma noche salimos a cenar y a tomar cerveza. Después de San Sebastián todo era distinto; en mi interior no existía más ese hueco, mi amiga comenzó a contarme su vida y yo a ella la mía porque sabíamos que no volveríamos a vernos, al menos no pronto. Esa noche regresé al bar de mi amigo.

Sí, donde conocí a mi libanesa; entré con temor, con un nudo en el estómago; recorrí el bar y, para ser honesto, la busqué con la esperanza de que pudiera aún estar, de poder verla una vez más, pero ella ya no estaba ahí. Después de unos tragos me relajé y lo acepté, no fue fácil porque estaba en el lugar donde la conocí y uno tiende a sentirse fuerte siempre y cuando no esté en algún lugar que te recuerde a la persona que tanto extrañas, pero yo estaba ahí, tratando de superarlo.

En San Sebastián me sentía King Kong, pero estando en ese lugar me sentí una hormiga; no era tan valiente como yo creí, preferí salir de ahí, fui a otro bar que estaba al cruzar la calle: era más elegante y yo iba casual, no me importó, entré y ordené un trago. ¡Cuánta mujer hermosa! 100% españolas, altas, delgadas, nalgonas, rubias y castañas que hablaban con un acento hermoso; me metí a la pista de baile sin bailar y sin pareja hasta que me llegó el ambiente y me puse a dar unos pasos; rápidamenteun grupo de mujeres me tomaron de la mano y me metieron a su círculo de baile: me dejé llevar por ellas y por la música.

Había una que me cautivó, la más delgada de todas –y la más ebria–; mientras yo bailaba, no dejaba de observarla, estaba saboreándomela, mi boca producía mas saliva de lo normal, pero no hice nada, esta vez no tomé la iniciativa: salí del bar sin despedirme, me paré en la avenida –no había tráfico–, cuando de pronto una voz tierna me gritó: “¡Hey loco, quítate de la avenida! ¿Tan guapo y quieres morir?”, era ella, la mujer a la que no le quitaba los ojos de encima; no pude evitar no sonreírle, me le acerqué; se me quedo viendo a los labios y me dijo: “¿Me das de tu cigarro?”, era el único que me quedaba, así que le compartí una calada y me dijo: “Ahora ya sé tus secretos, dicen que cuando fumas el cigarro de otro conoces su secretos”, yo le respondí: “¿Y qué tal si mejor pruebas mis labios y así conoces mi vida entera?”.

La tomé de la cintura con algo de nervios y le besé la oreja; ella besó mi cuello, después un beso en los labios y nos besamos mientras caminábamos; llegamos a la parada del autobús, lo abordó y le dije “adiós”, pero ella me tomó de la mano y me subió a bordo; yo no dije ninguna palabra, no sabía a dónde iba, solo iba. Llegamos a su casa y entró sin invitarme a pasar, tomó 3 cobijas, una botella de vino tinto y tomamos el elevador que nos dejó en el último piso; subimos a la azotea, hizo un tendido y después me dijo: “Anda, recuéstate, te ves cansado, bebe vino conmigo”; serví su vino y luego el mío, me dio un breve resumen de su vida u le mencioné que yo iba de paso, se acostó en mis piernas, cerró sus ojos y me dijo: “Todos en esta vida estamos de paso”, y se durmió; yo me acosté junto con ella, vi las estrellas y así con ese cielo me quedé dormido.

El sol me pegó de frente: despertamos; ella tenía que ir a su trabajo. Me dijo que había sido un placer conocerme, que era un caballero y que creía que yo solo quería abusar de ella; yo sí hubiese querido hacer mil cosas con ella, pero me había dado suficiente con ese beso e invitarme a su azotea, fue una especie de placer sin sexo, una satisfacción distinta a otras.

Me fui al apartamento de mi amiga, fuimos a desayunar y platicamos acerca mí y de mis experiencias en España. Terminamos el desayuno y comenzamos a caminar, era mi último día en Valladolid. Me encantaba la ciudad, no quería que eso terminara, no quería irme. Llegó la noche, me invitó a un bar de música salsa al que también iban unos amigos de ella, una pareja de españoles. Llegamos, era un club exclusivo donde solo se entraba con pase, conseguí uno de visita y entramos.

Era un ambiente completamente distinto al que yo había estado antes, todos eran mayores que yo, tenían entre 35 y 50 años; los amigos de mi amiga me presentaron a sus amigos, me preguntaron que de donde era y respondí : “¡México!”, sonrieron y dijeron que su maestro de baile era mexicano. Una chica me llevo con él, me lo presentó y tenía el acento local, pero facciones como las mías; me sentí en casa, cómodo con alguien de mi país, con mi paisano; le pregunté que cómo había llegado a España y me respondió que al igual que yo, que fue de visita pero él se enamoró tanto de la ciudad que no quiso mudarse jamás, ahí encontró su confort y al amor de su vida. De pronto pensé: “¿Aquí estará el amor de mi vida?, ¿será mi libanesa?, ¿será la española?, ¿cómo saberlo?, ¿cuál es el indicio?”.

Después de varios tragos y platicar con todos, una mujer mayor que yo me invitó a bailar. No tenía ni la más remota idea de cómo se bailaba la salsa, ¡Dios mío, qué nervios! Ella sonreía contenta y me decía cómo hacerlo; yo moría de pena. Después de un par de canciones, me relajé, la observé, era como la canción de Arjona esa de la señora de las cuatro décadas, pero en fino; me sentí bien, vi sus piernas maduras como un par de cañas dulces y jugosas, y no es que estuviese flaca, es que estaba demasiado apetecible y yo pensaba cosas mientras ella movía sus caderas; deseaba probar la miel madura de su saliva y perderme en ese monumento antiguo pero hermoso, pero nada de eso pasó. La pasé increíble, salimos del bar y en grupo. Todos platicando por la acera, riéndonos, ebrios, contentos. Me despedí de la pareja española y de la señora de las cuatro décadas, no podía dejar de pensar cómo sería su sexo, había estado con puras jóvenes de mi edad, pero yo quería treparme a ese ciprés, tenía el arnés pero ella no dijo nada y yo tampoco. Me quedé con las ganas, ¡vaya que me quedé con las ganas!

Se marcharon y mi amiga y yo estábamos riéndonos de lo pésimo que bailé; llegamos a su apartamento y ella se quedó en el carro mientras yo entré por mis maletas; me llevó a la terminal, eran las 5:00 am y yo estaba ebrio. Me despedí de mi amiga, lloró en mi hombro, pues no quería que me fuera; yo tampoco quería irme pero era el momento, nadie me lo dijo, yo lo sentí. Esperé a que se dieran las 6:00 am para comprar mi boleto; siguiente parada: Madrid, España.

Llegué a Madrid y hacia demasiado calor. Recuerdo que la estación de tren estaba muy cerca del metro, así que lo tomé para llegar a mi hostal, “Las Musas”, así se llamaba. Cuando entré me recibieron con una gran sonrisa, era un lugar grande de varios pisos y subí a mi cuarto: tenía las paredes color naranja y un pequeño balcón; abrí las ventanas, encendí el ventilador y dormí.

Desperté aproximadamente a las 7:00 pm, rápido me di un baño y bajé: había más o menos unos 50 jóvenes, todos vestidos con su mejor cambio de ropa, jóvenes de todas partes del mundo. De pronto se me acercó el líder del grupo que trabajaba en el hostal y me invitó a unirme al grupo, me dijo que si pagaba 15 euros podía unírmeles e ir a cenar con ellos y después a 3 o más bares. Rápido acepté, pues era mi última noche en Europa y no podía dejarlo pasar.

Fuimos a cenar. Me senté en medio de 4 chicas que eran amigas entre sí, dos de Brasil, una de Nueva Zelanda y la otra de Australia; comenzaron a hablar y a preguntar que de dónde era y ya saben todas esas preguntas básicas. Terminando de cenar salí a la entrada del restaurant a fumar y a mi derecha había dos jóvenes, uno era castaño y otro rubio ambos muy apuestos; supuse que eran de Inglaterra por su acento y al minuto de observarlos se me acercaron para pedirme el encendedor, les pregunte que de dónde eran y me respondieron que de Australia.

Ellos tenían sus amigos dentro del restaurant y cuando salimos todos, ellos sin pensarlo me integraron con su grupo: eran 4 o 5 mujeres y un muchacho más, todos eran amables, las mujeres tan hermosas y sencillas me preguntaron mi nombre a lo que yo respondí: “Mi nombre es Rüfüs”, y una de ellas dijo: “¿Rüfüs? ¡Qué nombre tan sexy!”, me sonrojé. Luego entramos a un bar y compré una pulsera para beber ilimitadamente. Pedí sangría para iniciar y comencé a bailar; las luces neón, la música, las chicas, mis ganas de quedarme y mi necesidad por irme, irónico, recuerdo que platiqué con varias mujeres mientras bebía mi sangría, me decían cosas como: me gusta tu corte de cabello, me gustan tus ojos, me gusta tu nombre y yo encantado por dentro, me iba con otra y decía lo mismo, no hallaba por cuál decidirme, era un oasis de mujeres: besaba a una, besaba a otra, bailaba con una, bailaba con otra, bebía, fumaba, bebía y… bebía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Rüfüs Kluge. Fotografía original de Rufuskluge.

 

De pronto, de un segundo a otro, me teletransporté del bar a un boulevard completamente solo, todo estaba oscuro, solo miraba tráfico y yo tenía un tremendo dolor de cabeza, quise ver la hora en mi celular pero estaba totalmente descargado; comencé a preguntarle a las personas por un cargador y cuando hablaba ni siquiera yo me entendía, estaba ahogado en alcohol; intenté preguntarle a más de 10 personas, pero nadie me ayudó.

Caminé hacia una parada de autobús a pedir ayuda, les dije que no tenía idea de dónde estaba. Me sentía desesperado y perdido, pero esos infelices españoles, lejos de ayudarme, le llamaron a la policía para decirles que había un sujeto ebrio molestando; me dijeron: “La policía te ayudará”, a lo cual yo exclamé: “Ayudarme mis bolas que enseñé en San Sebastián, chinguen a su madre, gilipollas”. Rápido detuve un taxi y me subí, el tipo me pregunto: “¿A dónde tan peinado?”, bueno, en realidad no sé si dijo eso, pero me preguntó por la dirección y yo respondí que no me la sabía; se detuvo en medio de la avenida y me bajó a la chingada. Gracias por nada, le dije. ¿Y ahora qué iba a hacer?

Bueno, por lo menos ya estaba a un par de cuadras lejos de aquellos españoles que me habían denunciado. Volví a detener otro taxi, me subí y le pregunté al tipo: “¿Aceptas tarjeta?”, me respondió: “También caricias”. Bueno, no estoy seguro de que eso haya respondido, pero es que yo estaba demasiado ebrio que todo confundía, mientras, mi mente trabajaba a todo vapor para tratar de recordar la dirección. De pronto la recordé y le dije al tipo: “Oye, llévame al hostal “Las Musas” y pásate la tarjeta por donde quieras”; él se rió.

Me llevó a mi hostal, eran las 5:30 am. Me recosté y dormí, había sido mi última noche en Europa y justamente la más espantosa de todas; la pase pésimo, sentí como si Europa estuviera dándome una patada en el culo tratando de echarme. A la mañana siguiente tomé mis maletas y bajé a la recepción. Me encontré a mis amigos australianos que me dijeron: “Viejo, anoche te nos perdiste después de pelearte con aquél filipino”, y yo me sentí como anciano con alzheimer. ¿Qué carajos hice? No recordaba nada, ni las caras, ni las situaciones, ni al filipino, ¿cuál pinche filipino, por Dios? Solo recordaba a los tipos australianos, es que eran tan guapos.

 

Me detuve por un par de minutos y me dije: “A ver, Rüfüs, ¿qué tienes en la cabeza, hay alguien ahí?”. No recordaba nada y me senté a recapitular todo pero no pude. Recordé la sangría que bebí, pero yo creo que más bien era agua loca, o me dieron Kool Aid con éter o con cloro, no lo sé, lo único que sabía era que no sabía nada. Sentí como que se me había zafado un tornillo y toda la maquinaria completa, ¿filipino? ¡Qué clase de persona se pelea con un filipino si esos tipos son tan escuálidos! De pronto recordé a Paquiao y di gracias por no terminar como Margarito.

Fui a la recepción a hacer el check out y ahí estaban las chicas australianas, se me acercaron, vieron mis maletas y me despedí de ellas; una de ellas casi lloró, me dijo que había sido maraivllosamente divertido, pero yo no recordaba nada. Los tipos australianos también se despidieron, pero yo les puse poca atención porque estaba en medio de muchos pares de tetas y traseros, ¡todo eso acercándoseme al mismo tiempo que hasta manos me hacían falta para manosearlas a todas!

Culpo a la sangría adulterada por la pelea con el filipino y por encontrar guapos a un par de tipos que, viéndolos bien, parecían pollos desplumados de granja, amarillentos y flacos.

Salí del hostal en una especie de letargo, caminaba sin caminar, quería detenerme y avanzar a la vez,  llamé de un teléfono público a un taxi y, mientras esperaba, me puse a observar todo; encendí un cigarro y en cada calada observaba una calle, una avenida, un edificio, el cielo. Quería que todo aquello se grabara para siempre en mi miente y con cada exhalada de humo soltar todo lo que me sobraba, lo que no quería llevar de vuelta a mi país.

Fumé lentamente entre lágrimas y sonrisas. La aventura había terminado. Llegó mi taxi y le dije que directo al aeropuerto de Madrid; durante el camino conversé con el tipo, nada nuevo, la misma plática de siempre, que de dónde era y que qué tal me había tratado Madrid. Recordé las horas previas y quise decirle que de la chingada, pero mentiría, en realidad ese viaje me había hecho reflexionar. Me hizo ser otro, el tipo del taxi me dijo: “Regresa un día”, pero no respondí, solo sonreí.

Al llegar al aeropuerto y después de comprar mi boleto a casa, vi que faltaban algunas horas, las suficientes para recapitular todo lo vivido, así que me senté frente a los ventanales; gente iba y venía y yo caí en un letargo de añoranzas y tristeza.

Me recargué en el asiento, crucé la pierna, tomé un papel y escribí una nota:

Soy un tipo común y corriente pero afortunado, tuve la oportunidad de viajar cientos de kilómetros y estar aquí donde viví, fui feliz, bailé, reí, lloré, me enamoré y me desenamoré, tuve sexo salvaje y tierno, bebí vino de contrabando al pie de la Torre Eiffel y me perdí en mil tetas y mil nalgas; mojé mis pies en un canal en Venecia y dormí al calor de unas cobijas de abuelita; toqué una pared del Coliseo y un tipo me correteó. Se me borraron dos momentos del mapa de mi mente, dormí en la calle como indigente y amanecí con una tipa que quiso robarme el corazón succionándomelo por la aorta.

Quise sentarme en la cara de una española y bebí cien tragos de vodka, comí 50 kilos de comida, fumé diez mil cigarro, amé todas las veces que mi corazón así lo quiso y lloré todas las veces que mi cerebro me lo dictó. Me sentí solo otras tantas y libre un millón.

Conocí a una mujer de piel color canela, de ojos grandes y profundos que dejó un hueco en mi brazo y en mi corazón: mi libanesa. Me enamoré de sus manos de seda, de su forma de hablarme y tocarme más allá de la piel y las venas, de las arterias y del músculo.

Enseñé las bolas, las nalgas y el paquete en una playa nudista y mostré todas mis entrañas por accidente a un sujeto que gracias a Dios jamás volví a ver. Y también me comí un león. Vi un mensaje en una pared y lo hice mío. Y ahora estoy aquí a punto de partir viendo a la gente; los aviones llegan y se van, así como yo.

Me perdoné, reflexioné y olvidé. Viví mi sueño de hacer y deshacer, de ser libre. Y lo hice solo, caí en cuenta de lo que soy capaz de hacer y no hacer; me quedo con lo aprendido, liberé las cosas que pesaban y dolían y llevo otras más ligeras y sanas. Descubrí mi propio ser, un ser libre que no pertenece a ningún lugar, a ningún amor; mi lugar es donde me encuentre, soy un trotamundos sin remedio de alma viajera e incompleta en busca de paz y felicidad, pero que está profundamente solo porque así quiere estar.

Aprendí algo de cada persona con la que estuve y eso es lo que me llevo. Este viaje me sirvió para reencontrarme y mientras veo a la gente, la imagino como barcos: cada quién es un barco navegando en distintos mares, soportando sus propias tormentas y manejando su propio timón, algunos sin ancla, otros sin brújula, sin destino o dirección, con puerto o sin puerto.

La vida es un mar y nosotros somos barcos, cada quién con coordenadas distintas, pero al final todos estamos navegando en el mismo océano.

No fue el viaje, ni Europa: fui yo que se reencontró a sí mismo, que timoneó su propio barco, salió airoso de su propia tormenta y ahora es que veo la vida como una isla cálida y próspera.

Mi barco mi cuerpo, mi ruta mi vida. Mi barco va hacia un puerto pero buscará otro.

Gracias por acompañarme en este viaje y subir a bordo de mi barco.

Un barco llamado “LIBERTÉ”.

FIN

 

 

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