Por Mayra Carrera
Twitter: @Advanita

 

Eran las 10 de la noche.

Hacía calor; por la ventana trasera del auto no corría aire, no había.

Yo, yo sudaba. Tú, tú observabas.

Eran las 11 de la noche.

Tus palabras elocuentes se cruzaban con las mías tan vacías. Hablaba mucho, pero en realidad no decía nada; tú escuchabas atento. Y reías; mis manos danzaban encima de mi cuerpo haciendo movimientos absurdos porque el nerviosismo lo traía anclado en la garganta y por momentos titubeaba; yo quise decirte cuánto me gustabas y entonces tus brazos -que son como un par de cimientos-, me abrazaron en el momento más oportuno.


Eran las 12 de la noche.

Y entre tus brazos me sentí pequeña, entonces te vi fijamente a los ojos y acaricié suavemente con mis dedos las líneas perfectas de tu barba de tres días, recargué mi cara en tu pecho y te dije que quería quedarme a vivir ahí. Tú dijiste que ese era mi hogar desde siempre.


Era la una de la mañana.

Con tus dedos dibujaste todo un bosque en mi espalda; mientras, los autos pasaban como si fuera la una de la tarde, me contaste mil cosas, te conté otras tantas. Seguía recargada en tu pecho, el que dijiste que era mi hogar y al que volvía después de haber estado en la guerra.


Eran las dos de la mañana.

El timbre de tu voz era lo único que se escuchaba en esa noche tranquila, acariciabas mi cabello mientras me contabas que con ellos podrías hacer una hamaca y yo te dije que por tus ojos no pasaban las horas.


Eran las tres de la mañana.

Y me besaste con tu boca entreabierta, esa misma que prometió días antes que me buscaría y estabas al fin ahí en medio de la nada besándome como si fuéramos unos adolescentes en celo, como si fuera a acabársenos el mundo.


Eran las cuatro de la mañana.

Los labios se nos habían cansado de besarnos y el bosque aquel de mi espalda reclamaba la presencia de tus manos húmedas y mi cabello como hamaca la de tu cuerpo y tus ojos las horas suspendidas.


Eran las cinco de la mañana.

Con tu mano puesta en mi mejilla me viste por última vez, apretaste mi cuerpo contra tu pecho que dejó de ser mi hogar, desbarataste la hamaca de mi cabello y de pronto todo aquel bosque en mi espalda se secó. Tus ojos vaciaron todas las horas y dijiste me voy.


Eran las seis de la mañana cuando te despediste para nunca más volver.

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