Por Bibiana Faulkner

He adorado los miércoles desde que desarrollé una segunda conciencia. Muchos se preguntarán en qué mágico momento desarrollé la primera pues seguramente parece que ni siquiera poseo la millonésima parte de una.

Me han invitado a un divorcio. Me han llamado a mí, que sólo creía existían invitaciones a momentos fugazmente felices.

Toqué la puerta y me abrió Gisela. Sólo te apareces cuando hay copias de Dudognon, me dijo. Puta madre, pensé, vaya sinceridad. Si es que existen Gisela, le dije.

Nos dirigimos hacia su estudio. La casa era exactamente la misma que hace dieciocho años. Los cuadros que Gisela pintaba siempre me habían gustado y estaban ahí donde mismo, sobre las pilas de libros míos que la editorial de mierda ya no quiso vender.

Volver a sentarme en aquél diván me hizo sentir joven otra vez. Conocí a Julián cuando íbamos en bachillerato y esa casa antes de que Gisela fuese su esposa. Recuerdo que Julián y yo esperábamos con ansia cada viernes para subir a la azotea buscando tocar el cielo después de fumar un poco de hierba. Seguía escarbando en mi memoria cuando escuché: ¿En qué estás pensando con tanto afán que no me respondes dónde te has metido? Travesuras, contesté de inmediato. Enseguida le platiqué que esa mañana me había llegado al buzón la carta que me había escrito para invitarme a su divorcio. Gisela se quejó: Julián ya no me toca, no me desea; cuando llego a casa por las noches él ya no está y yo salgo a la calle a desquitarme con todos los solteros de todo el mundo. Gisela y yo compartíamos el gusto por el trago y nuestra única diferencia era que ella se emborrachaba todas las noches, yo todas las mañanas. En tono serio le pregunté qué le había recomendado el doctor Gunter, quien era su psicoanalista cocainómano hijo de perra. Dice que debo dejar de beber y doblar la dosis de prozac; yo le dije que se metiera todo lo que me estaba diciendo por el culo. La verdad es que soy nefasta a la hora de dar consejos así que esto fue lo único que se me ocurrió decir: sírveme un poco más.

Perdimos la noción de las horas hablando de las tragicomedias que podríamos hacer con nuestras vidas. Íbamos por nuestra tercera botella y yo todavía alcanzaba a percibir que Gisela se notaba ansiosa. ¿Ya viste la hora que es y no llega Julián? No llegará, dije para comenzar a decir lo que nunca me había atrevido. No llegará porque no te puedes divorciar de un muerto, Gisela. Sus ojos temblaban y mirando hacia arriba, me pareció que buscaba desesperadamente el cielo. En ese momento comprendí por qué me aborrecía a mí misma y el por qué la editorial había dejado de venderme cuando empecé a prostituirme.

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