Por: Citlalli Toledo
Twitter: @Citlalli_Toledo

 

Planeamos un reencuentro, quedamos de vernos a las cinco de la tarde en el jardín de siempre.

Debo reconocer que al principio, el nervio se apoderó de mí; volveríamos a conversar, a saludarnos cordialmente, olería nuevamente ese perfume que tanto me gusta y me deleitaría viendo esa sonrisa pícara en su rostro.

Llegué al jardín: él esperaba sentado en una banca, desde lejos me sonreía; yo respondí con una sonrisa un tanto coqueta y me acerqué: ya no sentía nervio, en realidad no sentía nada; todo lo que imaginé, me pasaría al verlo, no sucedió.

Nos saludamos, subimos a su auto y fuimos a un lugar más solitario, tranquilo. Él hablaba, me hacía preguntas y yo solo contestaba con monosílabos: “sí”, “no”. Pasaron varios minutos y tomó mi mano, me dijo lo mucho que me había extrañado, las razones por las que se alejó de mí en aquella ocasión y me expresaba lo feliz que se sentía de volver a verme.

Después de unas comenzó a besarme, me abrazó fuertemente, sus manos comenzaban a deslizarse en mi espalda, lo alejé, lo vi a los ojos y le dije:

“Ya no, tal vez en otra vida y en mejores circunstancias nos encontremos a tiempo y lo nuestro funcione”.

Le di un beso en la mejilla y le dije adiós.

 

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